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Publicó hace varios años el diario ABC de Madrid un chiste de Antonio Mingote, genial dibujante y miembro de la Real Academia Española de la Lengua, en el que se veía a un “clown”, dentro de un circo, llorando desconsoladamente. En primer plano aparecían dos hombres muy serios. Uno le preguntaba a otro: “¿Qué le pasa?”. Y el segundo, respondía: “Es que le han llamado político...”
Esta inteligente defensa y crítica de Mingote sirve como punto de partida para reivindicar públicamente la dignificación de la palabra payaso, tan manipulada, desnaturalizada, adulterada y desvirtuada en los tiempos que corren, como otras de similar calado emocional: solidaridad, amor, amistad, generosidad, paz, altruismo, lealtad... El Ateneo Barcelonés, en el contexto del Festival Internacional de Payasos de Cornellá, es un recinto idóneo para hacerlo.
En el lenguaje coloquial suele ser, por desgracia, bastante común utilizar los vocablos payaso o circo como sinónimo de algo peyorativo. Y no falla nunca: cuando sucede así, resulta patético comprobar el porte intelectual de quien se expresa. Patético. Generalmente se trata de individuos afectados por el analfabetismo conceptual, el peor imaginable. Hay de todo en la viña del Señor, pero molestan de forma especial al emplear ambos términos quienes se parapetan tras un cargo público; es decir, determinados políticos a los que delata con su lapicero Mingote. El hecho es triste, porque deberían ser los primeros en dar ejemplo de respeto a la sociedad que lideran y de la que han sido elegidos representantes.
Como escribiera Jaime Capmany (ABC, 27 de febrero de 2003): “Nuestros políticos se insultan porque están disputándose el festín del poder... Lo que pasa es que se insultan sin arte, sin ingenio, sin donaire, sin literatura, sin ringorrango, sin imaginación, sin agudeza y sin elocuencia. O sea, que se insultan con tosquedad, con desmaña, con ordinariez”.
En el diario La Razón (22 de agosto de 2006) reflexionaba también al respecto el director cinematográfico Jaime de Armiñán, gran aficionado al circo: “Hoy se usa el tópico del payaso como sinónimo de imbécil, zafio, cretino, estúpido, especialmente utilizado por los políticos cuando están de buen humor. También he oído decir a ignorantes niños mal crecidos que los payasos dan miedo. Yo creo que lo que dan miedo son otras cosas”.
Cuestión de ideología
Mencionaré ahora otra inspiradísima viñeta sobre el asunto, impresa también en ABC, de la que es autor Antonio Mingote, a lo largo de su fructífera trayectoria creativa, ilustre defensor del circo y los payasos, a los que ha dedicado dibujos fantásticos. Vemos, de nuevo, el interior de un circo con una pareja de payasos conversando en la pista. El augusto le dice al clown:
-Has de saber que yo tengo una ideología.
-¿Qué tienes qué?, pregunta el carablanca.
-Una ideología. Para que te enteres de quién soy yo, insiste el augusto.
El “clown”, replica:
-Enterado. Eres un payaso con una ideología.
Y su compañero puntualiza:
-Una ideología es cosa seria. De modo que puedes ahorrarte lo de payaso.
Con ambas reflexiones Mingote define muy bien a quienes se salen del tiesto y caen en el abismo del ridículo al manifestar opiniones y dirimir diferencias usando lo circense o en concreto los payasos como eje de sus débiles argumentos destinados a deteriorar socialmente al prójimo.
Pero, seamos realistas. No nos hagamos demasiadas ilusiones respecto a la posibilidad de que este tipo de perniciosos hábitos orales se modifiquen. Nada podrá detener nunca las lenguas desatadas. En cualquier persona atrapada en el pozo de la indignación brota con espontaneidad el desequilibrio terminológico. Incluso hasta el punto de convertir una ofensa en un bumerán. En estos asuntos, en cuanto uno se descuida le sale el tiro por la culata.
Llamar “¡payaso!” a alguien para ofenderle constituye, en la práctica, la inconsciente permuta de un teórico insulto por un enorme elogio. Es el colmo de la ofuscación neuronal. Lo que ocurre es que estos dislates ya no extrañan en una sociedad filosóficamente descafeinada y atrapada en una evidente crisis de valores, en la que con preocupante frecuencia se escucha la frase “de bueno a tonto no hay más que un paso”, por regla general en boca de aquellos que predican preceptos morales sin ninguna vergüenza al ver siempre la paja en el ojo ajeno y nunca la viga en el propio.
Rizando el rizo sobre lo comentado, hace escasos meses tuvimos que soportar los españoles la noticia protagonizada por un terrorista nativo que vomitó la expresión “¡monigote de circo!” dirigida al magistrado que le juzgaba y a quien tenía enfrente. Sucedió en España, sin ir más lejos. ¡Lo que faltaba! Produce náuseas asistir a un hecho así: emplear el circo como munición dialéctica. ¡El circo! Un espectáculo históricamente ajustado como guante de seda a la esencia de la paz, la bondad, la ternura y la sensibilidad; a lo humano frente a lo irracional... ¡Qué contraste tan repulsivo! Si estarán desvirtuados y manipulados los términos “circo” y “payaso” que hasta los delincuentes los utilizan como factor de provocación.
Llorar de pena
Múltiples palabras de profundo sentido son derrumbadas a manotazos, cual castillo de naipes, por tipos sin escrúpulos que se creen que el diccionario es un adorno de la estantería o -todavía más grave- que sirve para utilizarlo a su antojo y encadenar frases sin sentido que, al ser pronunciadas, contribuyen a aumentar la contaminación acústica.
Esta progresiva decadencia espiritual del verbo y, en consecuencia, del pensamiento, pone de relieve uno de los peores males que aquejan a la sociedad contemporánea: la superficialidad. De ahí que escuchar a una persona insultar a otra llamándola “payaso” no distorsione. Y, cruel paradoja, resulte inevitablemente conmovedor, pues digno de lástima es quien demuestra ser tan estúpido como para establecer analogías carentes de coherencia. Pero, claro, pedir a más de un individuo que sea coherente significa pedirle peras al olmo, por avanzado que esté el siglo XXI y por mucho que, en teoría, haya evolucionado la especie.
¿Qué podríamos decir de los hombres y mujeres que ocupan su tiempo libre en acudir a los hospitales, vestidos de payasos, para divertir a niños y adultos enfermos? Sí, allí, entre batas blancas, goteros, piernas escayoladas y el maldito cáncer u otros terribles males avanzando por el interior de los organismos. Sí, allí, donde una visita-sorpresa se valora al máximo; donde un detalle en apariencia insignificante se amplifica con lupa; donde un gesto amable carece de precio y una sonrisa significa ver la luz de esperanza al final del túnel.
Hay muchos ejemplos. El de la Fundación Theodora, proyectada desde la cita de Jonh Ruskin: “Da un poco de amor a un niño y ganarás un corazón”. O el de “PayaSOSpital”, asociación que ejerce su tarea en programas de intervención dentro de los servicios pediátricos de los hospitales valencianos. O el de Pallapupas, cuyos integrantes también se vuelcan en divertir a los niños hospitalizados aplicándoles el “poder curativo de la risa”. O el de Sonrisa Médica. Y tantos y tantos otros. Todos caracterizados por ejercer su labor de voluntariado en silencio, de puntillas, con modestia, sin colgarse falsas medallas, sin oropeles, sin altavoces, sin pedir nada especulativo a cambio.
¿Es o no un extraordinario ejemplo el de María Ángeles Elías, que superados los 70 años volcaba sus mejores afanes en conseguir entretener a los chavales del Hospital Niño Jesús, de Madrid, disfrazada de payaso? Ella se costeaba los afeites, se hacía los trajes para actuar, trabajaba de manera gratuita. ¿Y la compensación?, le preguntaban en una entrevista de prensa. Respuesta contundente: “La del alma, la del corazón...Mi mayor compensación es ver la sonrisa de un niño; es el Sol entero”.
¿Y el ejemplo de los Payasos Sin Fronteras, que visitan los campos de refugiados y acompañan a los más pequeños entre los escombros de una guerra permutando drama por fiesta, temor por amor y desesperanza por ilusión? ¿Y el de los payasos que acuden a los asilos para entretener a los ancianos, que han vuelto a iniciar el ciclo de la vida convirtiéndose en niños?
Un bien social
Me decía telefónicamente mi admirado amigo Bernabé Tierno, cuando comentaba con él cuál sería el tema de esta conferencia, que los payasos son “un bien social”. Resumió el popular psicólogo en tres palabras, con exactitud milimétrica, lo que representan: un bien social. Como escribe en su excelente libro “Hoy, aquí y ahora. Estás a tiempo de ser feliz”, son personas-medicina; de las que levantan el ánimo y se precisan en un montón de trances cotidianos, especialmente cuando el destino muestra su peor cara y pintan bastos.
El buen humor que generan los “artesanos de la felicidad”sólo implica beneficios. En la mencionada obra, Bernabé ofrece un resumen de los más destacados:
* Eleva la autoestima y la confianza en las propias capacidades.
* Intensifica la confianza y buen entendimiento entre las personas.
* Contrarresta las experiencias de las emociones negativas.
* Serena, equilibra y amortigua el estrés.
* Baja la tensión emocional y potencia el sistema inmunológico.
* Prepara nuestro organismo para experimentar placer sensorial.
* Reduce el malestar y el dolor.
* Ayuda a abrirse camino en la vida, a hacer amigos y a conservarlos.
Aludo, también, a las virtudes de la risa en mi libro “Risas y lágrimas. Historia de los payasos españoles” haciéndome eco de las tesis del psiquiatra americano Frank Farrelli, fundador de la denominada Nueva Escuela de Psiquiatría, quien expuso en la Universidad Católica de Milán los fundamentos de la “terapia del humorismo”. Farrelli afirmó, entre otras cosas, que para facilitar la digestión y evitar la úlcera de turno son necesarias, al menos, dos buenas carcajadas al día antes de empezar a comer. ¿Qué les parece?
La consecuencia, previsible. Varios de sus colegas pusieron el grito en el cielo al escuchar tan inéditos planteamientos pero aguantó el chaparrón, encajó las dudas y siguió apostando por el nacimiento de un dogma psicoanalítico revolucionario consciente de que los psicólogos han verificado la eficacia “distensible y reposable” de la risa y del acto de “saber reír”. Según el reputado psiquiatra, desde los tiempos de Sócrates hasta los filósofos más circunspectos destacan la importancia de la auto-ironía. Farrelli, como guinda final del pastel, remató el novedoso planteamiento de forma inesperada: reveló que su padre había muerto a los 90 años... contando chistes.
Una persona seria y amargada, de las que se levantan de la cama por la mañana enfadadas para el resto de la jornada (¡cuántas hay!), es más proclive a contraer cualquier enfermedad que aquella capaz de ver la botella de la vida medio llena. La actitud positiva o negativa resulta fundamental para que cada cual escriba las páginas en blanco del destino. Lo constatamos fácilmente observando el comportamiento de los más próximos: familiares, compañeros de trabajo, etc.
Enfermos optimistas
El psicólogo holandés Andreas Wismeijer, investigador de las universidades Barcelona y Tilburg, en una entrevista publicada en el diario barcelonés La Vanguardia el pasado 24 de agosto respondía a la pregunta “¿Cree en la programación positiva de la mente?” Lo tenía muy claro: “Sí, hay estudios que demuestran que los enfermos más optimistas viven más tiempo que los que se deprimen por la gravedad de su enfermedad. La mente desempeña un papel importantísimo en el estado del cuerpo”.
Su colega americano William Fry, que empezó en 1953 a analizar las claves y la eficacia del humor, declaraba hace ya algunos años, en octubre de 1997, en otra entrevista a El País: “La evidencia científica en laboratorio ha demostrado que la risa, como expresión de alegría, afecta a los sistemas cardiovascular, respiratorio, inmunológico, muscular, central y endocrino. Por ejemplo, hacer aeróbic es como reírse, tiene el mismo efecto de aumentar la circulación de la sangre. Aunque hay otros sistemas en los que no se ha estudiado este fenómeno, estoy convencido de que la risa afecta al cuerpo en su totalidad. Dentro del sistema fisiológico, el efecto del humor y de la risa tienen dos procesos: un estímulo sobre el cuerpo y una breve relajación posterior”.
Uno de los trabajos de Fry concluye que, hasta cumplir los seis años, un niño ríe, de promedio, 300 veces al día. De todo y por todo, pues no “actúa” en función de los convencionalismos, a diferencia de los mayores. Si le apetece reírse de algo, se ríe y punto. En cambio, un adulto (obligado a moderar las expresiones para salvaguardar sus intereses y “tener la fiesta en paz”) suele sonreír en torno a 100 veces diarias. Y alguien escasamente alegre no pasa de las 15. Practiquen esta interesante curiosidad: apunten las ocasiones en las que sonríe o ríe una determinada persona sin saber que está siendo observada y quedarán sorprendidos por el resultado.
Según el psicólogo José Elías “la risa nos hace fuertes. Al reír, nos situamos por encima de los problemas, los sometemos y estamos en condiciones de encararlos. Además, es un excelente antídoto contra el dolor y la obsesión. Es imposible pensar y reír a la vez”. Recomienda un mínimo de tres dosis diarias de risa de un minuto de duración cada una. Por su parte, la psicóloga Maria José Rodera considera que “la risa es un arma para enfrentarse a la vida, al dolor, a la soledad, a la insatisfacción o incluso a la enfermedad”. Propia y ajena.
Recuperar la ingenuidad
Lo mencionado sucede cuando se aplica el “buen humor”, terapia que proporcionan, como cualificados especialistas, los entrañables payasos; hombres y mujeres entregados en cuerpo y alma (a veces, en condiciones muy complicadas o padeciendo calamidades) a la fabricación de la risa, que nos trasladan a un permanente estado de ingenuidad.
Sí, señoras y señores: de ingenuidad, hermosa palabra. La ingenuidad que perdemos en el forzoso tránsito de niños a mayores. Los payasos nos devuelven a los años irrecuperables y, al verles actuar, en la risa de nuestros hijos estamos reflejados nosotros mismos. Sus caras llenas de asombro, ojos muy abiertos y carcajadas espontáneas son espejos; un viaje a través del túnel del tiempo para recuperar mediante la memoria sentimental épocas que, por desgracia, nunca volverán.
Hablaba de ello el pasado verano en la localidad tarraconense de Torredembarra con mi gran amigo Luís Raluy. Lo hacíamos durante una intensa tarde de circo en su camión-camerino, un enorme almacén de nostalgia, rodeados de objetos de lo más variado: fotografías, libros de circo, carteles, figuras, útiles de trabajo... Eran, en definitiva, recuerdos acumulados de una dilatada trayectoria profesional que le ha permitido viajar, conocer diversos países y, simultáneamente, obligado a experimentar el payaso que habita en su alma ante públicos muy diferentes, de reacciones muy distintas frente a un mismo estímulo, que le ha sometido a grandes retos artísticos y personales.
Con Luís percibía la esencia del verdadero payaso. Me fijaba en su aire bohemio; en las pequeñas porciones de maquillaje blanco incrustadas en los poros de su piel como huella de miles de funciones. De vez en cuando, me contaba un chiste o mostraba, muy satisfecho, sus originales “Dibujos simbólicos”, un libro sobre el Circo Raluy que ha ilustrado; el manuscrito de una obra sobre los orígenes del circo escrita por él y a punto de ser editada. Ojeábamos también viejas fotografías. Instantáneas familiares guardadas en álbumes de tapas ya deterioradas por el paso del tiempo. Preciosas imágenes en blanco y negro, con los bordes recortados, en las que aparecían sus padres, sus hermanos, él siendo un niño.
Pronto se añadieron a la conversación, que me había permitido salir de mi realidad y quedar instalado temporalmente en la suya, el dibujante Joan Soler-Jové y su esposa. Ampliamos entonces la tertulia circense, que se prolongó en el histórico carromato-café del Circo Raluy, donde Soler-Jové tuvo la amabilidad de dedicarme unos bellísimos dibujos que le había hecho al inolvidable Charlie Rivel.
Para completar la atmósfera de esta singular reunión, Luís Raluy acudió a por un viejo estuche negro, no de mucho tamaño, que albergaba en su interior un pequeño tesoro de valor incalculable. Lo abrió y apareció un acordeón que había restaurado. Entonces, y sólo para nosotros, empezó a interpretar “Candilejas”.
¡”Charlot” también estaba allí! Nunca una dedicatoria pudo tener mejor fondo musical ni mejor músico. Todo olía a “perfume de payasos”.¿Y saben quiénes se convertían en testigos silenciosos de la escena? Pues... ¡más payasos! Concretamente, los enmarcados y expuestos en las paredes del café rodante, repletas de viejas fotografías de grandes figuras del circo. Así es el ambiente único de los payasos y del “mayor espectáculo del mundo”; un territorio de sentimientos en estado puro imposible de asimilar y disfrutar al máximo si no se conoce su trastienda.
Compañeros de oficio
Más tarde, mi cámara fotográfica captaría a Luís entregado al legendario ritual de los afeites y el atavío clownesco. El amigo de paisano se transformaba en un actor de la pista; en el bufón tierno y romántico que, bajo la carpa nómada, deleitaría a los espectadores con su talento. En él veía reunidos a sus compañeros de oficio. A muchos les conocí durante emotivas jornadas de circo en diferentes puntos de España. En varios casos, compartiendo experiencias, circunstancias y anécdotas dignas de ser plasmadas en el guión de una película.
Insisto: en él, veía a todos. Los famosos y los que tratando de alcanzar la orilla del éxito naufragaron en el intento. Los que fueron acariciados una y otra vez por las ovaciones y los elogios de la crítica y quienes nunca pudieron superar el altísimo muro del anonimato. Los que tuvieron que tragar la hiel del fracaso y lamerse sus propias heridas sin ocupar ni una página en la historia del oficio. Los que fueron felices sintiendo al personaje que representaban a pesar de no firmar nunca un autógrafo. Y también a los que no soportaron el peso del olvido artístico, se sintieron aplastados anímicamente por la nostalgia y acabaron siendo víctimas solitarias de sus propios recuerdos.
Aquella inolvidable tarde de verano junto a la carpa, Luís era cualquiera de ellos y todos a la vez. Simplemente, un payaso. Nada más que un payaso. Nada más y nada menos. Al despedirnos, le dejé fotografiándose con el acordeón y algunos niños cuyos papás querían llevar a casa el mejor recuerdo: una foto a su lado. A medida que me iba alejando del circo, la figura del clown se empequeñecía. Ese hecho, de elemental lógica física, me pareció mágico. Luís se empequeñeció tanto, tanto, tanto que pude guardarle en mi corazón.
Los payasos se saben desterrados sin culpa, protagonistas de una minoría étnica a extinguir, menospreciada con frecuencia por la falsa pulcritud mundana que simula lo contrario de lo que manifiestan sus más deplorables costumbres. A veces, son víctimas inocentes de una sociedad en permanente estado de avería moral. En cambio, derrochan una generosidad inagotable. Perdonan sin penitencia previa la espontaneidad a destiempo de una risa o la indiscreción de una mirada insidiosa fuera de ángulo y camuflan su trabajo de extravagancia para que posea efecto subliminal, conscientes de que el pueblo no se mofa de su presencia, sino de lo que hacen o dicen, que es muy distinto.
Como escribiera el prestigioso intelectual Francisco Nieva, “son gentes devotas de su labor, convencidas de su vocación y, por vulgares que parezcan, se saben ungidos por la gracia de haber conseguido crear una sola forma para que disfrute el prójimo inocentemente sin causar daño a nadie”. No queda un espíritu sereno si al hombre le falta el sentimiento que otorgan, altruistas, en su lucha por ahuyentar la aflicción del alma, peligroso mal para el que no se ha inventado remedio definitivo, que a menudo se apodera de nuestro voluble carácter y abre en él heridas que no cicatrizan.
Instinto perspicaz
Con palabra y acción desarrollan su instinto perspicaz, que el receptor únicamente capta desde posturas carentes de tabúes. El “sentido del humor” permite observarles con atención a propósito de algo que nos irritaría si tuviéramos que padecerlo en nuestras propias carnes (una bofetada, un traspié, etc.), poniendo de relieve el indisimulado egoísmo que subyace en nuestra ambigua condición de ciudadanos tolerantes y comprensivos.
La delicada ironía que practican estructura un riguroso juicio de conductas en el que se comportan como jueces, fiscales y abogados, tanto defensores como acusadores, ante un heterogéneo y cambiante auditorio que al final se encarga de dictar veredicto: el éxito o el fracaso. El aplauso o la temida indiferencia.
Según Bernabé Tierno, “el ser humano va evolucionando hacia una alegría menos sensitiva y corporal y más interior, profunda y espiritual en la medida en que accede a la completa madurez mental y psíquica”. La paz interior, el entendimiento con el “yo íntimo” y la asunción de la realidad tangible preparan el sendero hacia ese gozo máximo que le serena ante él mismo y los demás; gozo que únicamente es factible alcanzar cuando se enlaza en armonía con los componentes más nobles y estimables que anidan en nuestro corazón. En este delicado ámbito de sensibilidad se mueve el payaso como pez en el agua.
En su arquetipo subyace un halo misterioso que atrae inevitablemente, quizá por el sugestivo antagonismo existente entre la soberbia propia de los “triunfadores” (hoy día, mediáticos) y la parodia (actitud crítica, radicalmente desmitificadora), su actuación se apoya en detalles que, en apariencia, denotan escaso valor.
El juego de la mímica, los golpes y una ristra de ensayadas torpezas mentales confían su efecto en el trayecto de lo trágico a lo cómico, confirmando que para el adulto la risa no es un producto natural, pues tras un hecho que nos provoca la carcajada siempre hay un mínimo malestar del que, subliminalmente, nos vengamos por instinto.
Conocen perfectamente los puntos débiles de la condición humana y en la aplicación de los “antídotos” radica su empatía. No en vano, Alfredo Marqueríe decía que “la mayoría de las entradas de clowns y augustos, además de apoyarse en resortes de infalible hilaridad, como los que suscitan la presunción, el miedo, la ignorancia o el ridículo, encierran un fondo casi metafísico”.
Las bromas de estos admirables actores, parapetadas en la palabra o la expresión gestual tomando como pretexto la doble intención, no pretenden atacar las opiniones ni las creencias formales sino simplemente los comportamientos del “homo sapiens”; defectos de los que, salta a la vista, todos, sin excepción, poseemos grandes cantidades.
Humildad y modestia
Su humor nace de la humildad y la modestia. No se emplaza altivo en la atalaya despótica de la mofa insidiosa e hiriente porque entonces perdería su razón de ser. Como estrategia y procedimiento se funden en él diversos estilos adaptados a las peculiaridades de cada sector del público o circunstancia en la que han de ejecutar la tarea. Cuestión de técnica y saber estar en la pista o las tablas.
Su interpretación subjetiva de la realidad deriva en una deliciosa arbitrariedad a la hora de dirigir el foco crítico y le confiere un marchamo internacional al mensaje. Los payasos observan lo grande desde lo pequeño y viceversa. Por contraste, lo sublime lo pasan al ámbito de lo ridículo y lo ridículo lo elevan a la categoría de sublime.
En un artículo del año 1942, publicado en El Diario Montañes, Alejandro Nieto escribía: “Reaccionando ante el tozudo de la hilaridad, podemos graduar tres épocas. En la niñez, le creíamos un ser pleno de carcajadas y de ademanes regocijados. En la adolescencia libresca, deslumbrada de literatura, pensábamos en el dualismo implacable del hombre obligado a prescindir de su dolor para propiciar, día a día, la ajena diversión. Hoy miramos al payaso como a un trabajador del sentimiento, que es el trabajo más difícil. Y le llamamos colega”.
Sobre la importancia de la risa, bandera del payaso, ha reflexionado, también, el acreditado filósofo español Javier Sádaba (El Mundo, magazine, 1990). “La risa, como dijo un clásico, es una burla ante lo ridículamente mecánico. Por eso es muestra de vida. Y por eso se puede sospechar que allí donde la risa no nace con espontaneidad o donde está tan controlada que reírse es como pecar, algo anda mal. Se puede seguir sospechando que allí la energía está en retirada. La risa es un síntoma de salud pública”. A juicio de Sádaba, la risa es una “cualidad moral”. Recordemos que Aristóteles defendía que el recién nacido únicamente adquiere la condición de “persona” cuando empieza a sonreír.
Como escribiera en un excelente reportaje (El País Semanal, Agosto de 1998) Luz Sánchez-Mellado “la risa es la marca de fábrica del ser humano”. En el texto, un documentado cuadro titulado “Droga legal” sintetiza las cualidades de este fármaco que se dispensa sin receta médica: “La intuición de Freud, que sostenía que la risa masajea el corazón y libera al organismo de energías negativas, se ha confirmado con los estudios de psicofisiología y bioquímica de la risa. Estos son algunos de los elementos que liberan las carcajadas.
* Endorfinas. Neurohormonas segregadas por el hipotálamo, que equilibra el organismo entre la vitalidad y la depresión. Se las conoce como “hormonas transmisoras de la energía vital”.
* Serotonina. Tipo de endorfina con efectos calmantes y analgésicos similares a la morfina.
* Dopamina. Neurotransmisor que favorece la comunicación neuronal (agilidad mental).
* Adrenalina. Sustancia que se segrega en mayor cantidad al reír y hace al individuo estar más despierto y receptivo.
Sin efectos secundarios
Además, se ha comprobado que la risa disminuye la concentración de cortisol, una de las hormonas que causan el estrés. Todo ello, sin efectos secundarios. Y, encima, ¡gratis! La risa curativa es la explosión incontrolable de carcajadas que hace moverse a 400 músculos del cuerpo, quema calorías y puede producir cansancio físico, dolor de estómago y hasta agujetas. “Ése terremoto -precisa Luz- puede cuadruplicar la capacidad pulmonar, acelera el ritmo cardiaco, estimula la circulación de la sangre, aumenta la salivación y activa hasta los músculos del movimiento involuntario”.
O sea, lo útil consiste en “partirse de risa” o “morirse de risa” (contradictoria y graciosa ligereza literaria). Dicho de otro modo: la reacción que provocaba en el público Pepe Tonetti con “La sardinera”, por ejemplo.
Para el gran payaso-mimo soviético Leonid Enguibarov, “el payaso siempre hace todo seriamente, lo que no significa que renuncie a ser cómico; al contrario, su meta es hacer reír. Pero el verdadero cómico lo logra sin tratar de hacer reír a toda costa”. En su figura cómica y simultáneamente dramática cualquier matiz adquiere plena dimensión. Por cierto, la misma figura, referencia sustancial de la cartelería circense, que sedujo a grandes intelectuales y artistas plásticos. Desde Fellini a Picasso.
En un artículo publicado en ABC en 1987 y tiulado “payasos”, Francisco Nieva se pregunta: “¿Quién puede tener la conciencia más tranquila que alguien que ha sido payaso? El oficio de payaso bien ejercido tiene un valor de humanismo decantado que estremece. El payaso es el oficiante de una de las grandes misas solemnes de la cultura popular: el circo”.
Numerosas voces se han alzado a lo largo de los años para cantar las alabanzas del payaso. Nombres de prestigio indiscutible seducidos por un ser especial que, dependiendo del momento, nos agita en el delirio de la fiesta o nos ancla en la melancolía. Citaré a continuación varios ejemplos:
* Charlie Rivel: “Soy un payaso y mi misión es convertir la tristeza humana en alegría”.
* Jaime de Armiñán: “El payaso es una de las pocas cosas serias de este mundo tan gracioso y, por serio, nos morimos de risa con él”.
* Grock: “Mi risa está hecha de lágrimas, de sufrimientos y de dolores”.
* Goty: “¡Qué lástima que seamos pocos payasos en la tierra para despertar a tantas caras tristes que hay en el mundo!”.
* Sebastián Gasch (historiador de circo): “El carácter humano de los payasos se refleja en su trabajo”.
* Popov: “En la figura del payaso intuimos siempre algo familiar”.
* Pepe Tonetti: “Evoquemos la hermosa dedicación del payaso, que en su ingenua valentía se reviste de torpeza para ignorar contratiempos... inventando una felicidad”.
* Nolo Tonetti: “Las risas del payaso son plegarias buscando, para ofrecerte, la alegría”.
* Arturo Castilla (empresario de circo): “El amor y la risa son las leyes del payaso”.
* Juanito Moreno: “El payaso ha de tener una grandeza de espíritu enorme, un corazón grandioso y una bondad que no pueda con ella”.
* José Mario Armero (historiador de circo): “Muchos payasos, antes y ahora, se han marchado en silencio, vencidos por la edad y la amargura”.
* Mark Twain (escritor): “La raza humana tiene un arma verdaderamente eficaz: la risa”.
* Groucho Marx: “Los payasos funcionan como las aspirinas, pero son el doble de rápidos”.
La tragicomedia de la existencia
El payaso representa una paradigmática encarnación de la tragicomedia propia de la existencia. Desprende aroma de ternura y, en paralelo, enmascara el tópico (real) del dolor, circunstancia que le humaniza. Es el personaje que nos hubiera gustado ser pero, que en la mayoría de los casos, no nos atrevimos a intentar por temor social al “qué dirán”. Una asignatura pendiente.
Leoncavallo capta tal dualidad con desgarradora perfección en la ópera “Payasos”, especialmente cuando en el aria “Ponte el disfraz” encierra al director de una compañía ambulante de artistas en la angustia de la infidelidad conyugal y le asigna el rol de clown. “Canio” (antológico en la voz del célebre Caruso) ha de interpretar:
“¡Actuar!... Mientras preso del delirio no sé ya lo que digo ni lo que hago! Y, sin embargo, es necesario... ¡Esfuérzate! ¡Bah! ¿Acaso eres tú un hombre? ¡Tú eres payaso! Ponte el disfraz y la cara enharinada. La gente paga y aquí quiere reír y si Arlequín te birla a Colombina, ¡ríe payaso y todos te aplaudirán! Muda en pantomimas la congoja y el llanto, en una mueca los sollozos y el dolor. ¡Ah!, ¡ríe payaso, sobre tu amor despedazado! ¡Ríe del dolor que te envenena el corazón!”.
Esto es tan real, aunque naciera de la fantasía del autor, que hasta el propio Caruso, quien sintió los primeros síntomas de su grave enfermedad representando el papel, lo padeció. Antes de debutar en Londres recibía dos terribles noticias: su padre había muerto y Ada Giachetti, su gran amor, le había abandonado.
Bruno Zirato, secretario personal del cantante escribió en agosto de 1971 en Selecciones del Reader´s Digest, un artículo titulado “Enrico Caruso, una voz eterna”. En él decía: “El público que esa noche atestaba el Royal Albert Hall parecía, con sus delirantes aclamaciones, que iba a derrumbar la sala ignorante de que Caruso, pálido bajo el blanco maquillaje que cubría su rostro, acababa de cantar desde lo más hondo del alma, sobreponiéndose a la triste amargura de ambas tragedias”.
El caso del gran Caruso lo han padecido también numerosos payasos que se vieron obligados a salir a la pista ocultando tremendas angustias: la muerte de sus padres, de sus hijos, de sus amigos. Conocí muchos de cerca; testimonios que han consolidado todavía más mi afecto hacia los “guardianes de la alegría”.
Nunca se sabe al contemplar la actuación de uno de ellos cuándo todo es en él cien por cien humor verdadero (natural, sensorial) y cuándo apariencia y sucedáneo (oficio, ejemplar profesionalidad) para ocultar la realidad. Guillaume Duchenne, contemporáneo de Darwin, aseguraba que el lenguaje de la fisonomía es universal e inmutable. La sonrisa, la ira o el llanto revelan, pues, expresiones faciales específicas.
Comunicación primaria
Los payasos pulverizan los cánones más ortodoxos y las teorías más tradicionales de la comunicación primaria (un ser humano mira y fija su atención en lo que hace otro). Ofician como consumados maestros en el arte de manejar la ironía y ratifican implícitamente las palabras de Duchenne cuando éste discierne entre una sonrisa placentera y la que no lo es: “La emoción de alegría franca se expresa en la cara por la contracción combinada del gran zigomático y el orbicular inferior. El primero, obedece a la voluntad pero el segundo -el músculo de la benevolencia, la amistad y las impresiones agradables- se pone en juego únicamente con las dulces emociones del alma. La alegría falsa y la risa mentirosa no provocan la contracción de este músculo”.
Aclarado queda. Una sonrisa “de boca” sin ir acompañada de la sonrisa “de ojos” será siempre fingida (es el músculo orbicular inferior el que provoca los pliegues en la parte baja de los párpados, que nunca se pueden simular de manera voluntaria).
Defendamos, pues, el valor de la sonrisa auténtica. La sonrisa que dibujan en nuestro rostro los payasos, divertidos intelectuales que, al ridiculizar actitudes, incordian, hacen cosquillas y le dan merecidos capones a la sociedad en la que habitan. Ejemplo ilustrativo: su falsa alopecia, originada porque a finales del siglo diecinueve la ausencia capilar en la cabeza era señal de “mala nota”. Resulta sencillo volver la vista hacia atrás y recordar a aquellos tipos llenos de poblados bigotes, enormes perillas, luengas barbas, grandes patillas e incluso bisoñés destinados a ocultar la realidad.
Y no digamos nada de la variedad de sombreros que tapaban las cabezas más desnudas; todo servía con tal de no caer en el cepo de la mofa y la burla popular. Los payasos caricaturizaron con valentía la situación, como en la actualidad ocurre con otros asuntos. Su presencia en la pista circense calvos propiciaba carcajadas de incuestionable complicidad por parte de quienes lucían una frondosa cabellera y gestos de forzosa resignación en los menosafortunados.
Han sido, son y serán anárquicos, rebeldes, innovadores y diferentes. Individuos al margen de los convencionalismos. Seres, en suma, libres que en la calle pasan desapercibidos pero que una vez maquillados cautivan por igual a mayores y menores.
En “La iliada”, Homero cita a Térsites, hombre encargado de entretener a los guerreros durante el sitio de Troya satirizando su fealdad. De entonces a hoy el mundo del espectáculo ha estado repleto en el capítulo burlesco de profesionales y aficionados que, aportando lo mejor de su inspiración, dejaron huellas imborrables entre diversas generaciones.
Risas entre bombardeos
Mencionaré en el tramo final de mis reflexiones sobre el oficio de payaso y la exigencia de respeto hacia su labor, por si eran pocos los argumentos anteriormente descritos, la historia del denominado “Payaso de los refugios antiaéreos de Barcelona”. Es probable que muchos de ustedes no lo sepan, pero en las entrañas de esta ciudad, que nos acoge con tanta hospitalidad, mientras caían las bombas de los aviones contendientes en la Guerra Civil española un hombre, cuya identidad aún se desconoce a pesar de los esfuerzos que han realizado acreditados periodistas, escritores e investigadores para averiguarla, con Arcadi Espada a la cabeza, se vestía de payaso y se dedicaba a divertir a los niños entre el miedo, el cemento y la miseria.
Existe un elocuente testimonio gráfico de tan singular caso captado por la cámara de Robert Capa, el biógrafo gráfico de la barbarie nacional, que les animo a conocer navegando por la red. Internet permite su contemplación. Enterado del hecho, Capa descendió a uno de los refugios y halló en él, en plena función, al payaso... Estaba, como siempre, rodeado de niños. Hizo click y captó el momento. La instantánea, un desgarrador poema silencioso en blanco y negro, en la que aparecen niños pobres vestidos con ropas pobres riéndose de las gracias del personaje, también de atavío pobre, dio la vuelta al mundo. Hoy, observada con detalle, constituye, sin duda, un impresionante símbolo de Paz Universal.
La foto original se archiva en la Biblioteca Histórica de la Villa de París acompañada del siguiente texto: “Se encuentran ahora los aviones encima de la gran ciudad. En un sótano, un payaso intenta distraer a los niños y hacerles olvidar que quizá en ese preciso momento también su casa está siendo alcanzada por una bomba”.
Muy buena pregunta
Joseph Roth, periodista alemán exiliado en París, publicó en el periódico “Parisien Tageszeintung” el día que acabó la guerra en la Ciudad Condal, 26 de Enero del 39, un artículo en el que planteaba: “¿Quién entonará el cántico de gloria al payaso desconocido de Barcelona, que incluso huyendo al refugio, frente a la muerte, y lo que es peor, con la muerte a la espalda, aún pensó en llevar consigo su herramienta de trabajo, su atuendo, su carácter, su esencia?”.
Sesenta y siete años después, a modo de homenaje a la persona de la que no hay más datos, enterrada en el olvido, dejo sobre la mesa la idea de que, en justa correspondencia, Cornellà o Barcelona dediquen a aquel artista anónimo (de final desconocido aunque, por desgracia, previsible en tales circunstancias) un monumento que perpetúe su memoria como ejemplo de valores y de lo que implica ser y sentirse payaso.
Sería el monumento dedicado a los payasos de todo el mundo: los de ayer, los de hoy, los de mañana y los de siempre, a quienes se disfrazan de modo grotesco y colorean exageradamente sus caras para conseguir que las únicas lágrimas que se derramen en nuestro planeta sean de risa y alegría. La mencionada y admirable historia del “desconocido héroe de Barcelona” es hoy y aquí el epílogo y el símbolo más adecuado para reivindicar públicamente, como mensaje final, la dignificación de una palabra de profundo significado: payaso.
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