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La tienda de Encarnita y el mentalista que paró el teleférico el día que se murió Franco (ES)

El tiempo es magia. Como escritor me gusta jugar con el tiempo. El tiempo hace magia. A veces la magia más bella de todas. Contemplando a José Luis Ballesteros  y a la maravillosa Encarnita se comprende que nunca han regresado del fascinante viaje que emprendieron un día de otoño de 1980.
El sol que alegraba aquella mañana sigue iluminando sus vidas. Aquel día abrió sus puertas una tienda de magia. Se llama Magia Estudio. Durante lustros sus clientes la conocieron por la tienda de Encarnita.
Un día me enteré que iba a cerrar. Sus dueños querían descansar. Me contaron varias veces que el cierre acechaba. Me expresaron su incertidumbre sobre lo que vendría después. Me di cuenta de que lo que verdaderamente les importaba era preservar lo que amaban. No el lugar, sino su magia. Cada vez que me encontraba con ellos la conversación  giraba sobre el tema.
Yo deseaba escribir su historia. Les visité en la tienda acompañado de la fotógrafa Corina Arranz. Corina se hizo invisible, mientras su cámara escrutaba la inmovilidad en la que los artilugios de magia, conscientes de su naturaleza secreta, insistían en ocultarse.
La historia que yo ansiaba contar era bella como una neblina dorada, pero de final improbable, como una lluvia de oro. Retrasé el momento de escribirla. El cierre realmente era un navajazo en la garganta de mi historia. Hay sueños efímeros y otros que no tienen por qué acabar. Pretendía sacudirme de los dedos aquel final abrupto, inesperado e infeliz. Me negaba a escribir sobre otra puerta cerrada, una vez más.
Sin embargo no sería escritor si dependiera tan servilmente de la realidad. Frente a una copa de calvados –el trago que prefiero– me repetía a mí mismo que un escritor debe aprender a respetar  los hechos, pero que a fin de cuentas es el dueño del tiempo sobre una hoja de papel o una pantalla. Tal vez debería apostarme y esperar el momento oportuno.
“Hay algo que da esplendor a cuanto existe –escribió Chesterton– y es la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina”. He aguardado con la tenacidad del  cazador a que en esta historia se cumpliera el final más improbable. Tan improbable  que parecía imposible.
Ahora puedo escribir la historia de Encarnita y José Luis, que se acurrucan el uno en el otro para disfrutar de un merecido retiro. Pero si recorréis la calle San Mateo de Madrid, en el número 19, cerca de la Plaza de Santa Bárbara, junto al Museo Romántico, hallareis abiertas las puertas de Magia Estudio. Han encontrado dos cómplices para lograr que esas puertas, que empezaban a tener algo de dolmen megalítico, nos permitan penetrar sin solución de continuidad en otro mundo desde el siglo XXI. Sus nombres son Eden Herrera y Ricardo Sánchez. Ella es una refinada artista plástica. Él, es mago y un notable escritor y editor de magia. Dirige Mystica, una de las editoriales especializadas punteras.
El caso es que han producido un efecto asombroso en la vieja tienda. Sin que el comprador se dé cuenta sigue siendo la misma de siempre y, además, es nueva. Todo se  ha transformado en otra cosa y en la misma, todo se ha trasladado de un sitio a otro sin moverse, todo se destruye y recompone, todo puede ser traspasado sin sufrir. Todo puede flotar en el aire o cobrar vida. En los rincones lo inesperado nos aprisiona en su tela de araña.
Tiendas de doble fondo
Sin duda muchos de mis lectores no han entrado jamás en una tienda de magia. Me gustaría hacerles vivir la experiencia. Cuando alguien se interesa en la magia tarde o temprano suele atravesar la puerta de un comercio mágico. “Comprar magia es una de las cosas que nos hacen magos”, escribe el ilusionista Tomi Wonder en El libro de las maravillas[1]. Sin duda comprar juegos y hacerlos o tratar de hacerlos es una manera de aprender. Entrar en una tienda de magia suscita un sinfín de preguntas. En ocasiones son los comerciantes quienes ejercen la función de guías. Es el caso de Encarnita. Su labor ha sido determinante para varias generaciones de magos españoles, debido a que ha dedicado a sus clientes la atención y el tiempo precisos y ha antepuesto al interés comercial el razonable principio de recomendarles el juego más idóneo y adecuado a sus aptitudes. En la trastienda, la competencia de José Luis Ballesteros, un excelente mago con cinco décadas de ejercicio de la profesión en la punta de sus dedos, garantizaba la selección y calidad de un material muy sensible.
Ahora que en la vieja tienda sus nuevos y jóvenes propietarios garantizan que seguirán  estimulando hacer realidad los sueños me gustaría contar cómo llegó a ser lo que hoy es.
El miedo en la palma de la mano
La historia se inicia en el barrio de Argüelles, fruto del Ensanche de la ciudad de Madrid concebido por Carlos María de Castro en el XIX. Un barrio representativo del Madrid burgués. Allí, en la calle Tutor, residía un niño llamado José Luis. Muy cerca, en la calle Quintana, residía otro niño llamado Juanito. Como todos los niños deseaban ser magos, pero no lo sabían.
¿Cómo lo supo José Luis? Enfrente, cruzando la calle de la Princesa, se levantaba un barrio triangular, promovido por Ángel Pozas en 1883 con el propósito de dignificar las viviendas de las clases populares. Un barrio eminentemente obrero, con dos calles, un pasaje y una plaza pequeñita, con un árbol en el centro, flanqueada por un mercado, el café Los cinco hermanitos, una tienda de ultramarinos, una carbonería, la tasca Las cuatro puertas y talleres casi artesanales como la Imprenta Murillo o el de reparación de motos de los Peláez. Y también un colegio de párvulos al que acudía José Luis. Cada vez que el niño se distraía –lo que sucedía a menudo– tenía que extender su mano y el maestro le sacudía tres zurriagazos con una vara de avellano sobre la palma abierta.
A los diez años, en la catequesis, vio por primera vez a un mago. Le sacó al escenario y le pidió que extendiera el brazo. Al principio el niño se negó. Estaba atemorizado. Al cabo de un rato alargó tímidamente el brazo y, sin dejar de temblar, mantuvo el puño firmemente cerrado. Ante la insistencia del mago, separó uno a uno los dedos, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Pero, esta vez, en la palma de su mano apareció misteriosamente una  moneda.
Durante meses José Luis intentó repetir el prodigio sin éxito. Hasta que una aburrida tarde de domingo, se detuvo ante el escaparate de una librería de la calle de la Princesa, en los aledaños de Plaza de España, y se fijó en dos libros de magia. Regresó al día siguiente. Al tercer día se atrevió a preguntar. Supo que ambos costaban lo mismo: 10 pesetas. Una fortuna. Cada semana le daban 1,50 para comprar El guerrero del antifaz. Tardó casi dos meses en reunir el dinero. Cuando al fin lo logró tuvo que elegir. ¿El libro de la derecha o el libro de la izquierda? Sucede en la vida cotidiana. Pero en los juegos de magia es difícil elegir incluso entre un faisán y una gallina. Porque la gallina puede ser la de los huevos de oro. En este caso la portada del libro de la derecha le resultó más atractiva. Tuvo suerte: Se trataba del primer tomito de Juegos de manos de bolsillo de un tal Wenceslao Ciuró. En la portada un aficionado a la magia manipulaba un par de cubiletes sobre una mesa, mientras otra persona le extraía la cartera del bolsillo al tiempo que decía: A mí los que más me gustan son los juegos de manos de bolsillo.
Muchos años después, tras comprobar que seguía incluyendo algunos de aquellos juegos en su repertorio, José Luis se daría cuenta de que aquel era uno de los mejores libros de iniciación que existen. Pero en aquel momento se contemplaba a si mismo con incredulidad realizando verdaderos prodigios con sólo seguir las explicaciones que eran de una claridad asombrosa. Incluso para un niño como él.
¿Quién era el autor de aquella máquina de hacer maravillas? Le imaginaba experimentado, en el cenit de su carrera. Y le revestía con la imaginería de Mandrake, luciendo frac, chistera y chaleco puntiagudo, un lazo al cuello, largas patillas, el bigote de hierro, las cejas que aletean, un cierto aspecto luciferino. Pero cuando se enfrascaba en la lectura de un juego del libro se imaginaba al autor sin parafernalia de mago, más como un gesto que como una imagen precisa. El gesto de quien está maravillado y el gesto de quien maravilla. Tenía la sensación de conversar con un hombre convencido de que un mago siempre es un principiante. Y, por otra parte, que todo es fácil, si se ejecuta con naturalidad. Aquel libro y su autor, como la magia misma, por una parte le inspiraban paz y sosiego. Por otra le daba un poco de miedo.
Un día, en la catequesis de la parroquia del Buen Suceso anunciaron una sesión de magia. Por entonces las posibilidades de asistir a un espectáculo de magia se reducían al cabaret o a la catequesis. Cuando el niño leyó el nombre del mago escrito a mano en el modesto cartel que colgaba en la puerta del salón parroquial se quedó de piedra. El mago que iba a actuar era el mismo que había escrito el libro que había abierto sus ojos al mundo de la magia. Cuando le vio en el escenario su extrañeza fue aún mayor. Era mucho más bajito y menudo de lo que había imaginado, de ojos azules sin pronunciadas ojeras, con gafas en lugar de monóculo, de cabeza voluminosa a pesar de no estar coronada por un sombrero de copa. Lejos de tener un porte demoníaco su aspecto era más bien el de una persona afable y cuidadosa. ¿Era posible que su apariencia sencilla, incluso simple, encubriera un cerebro privilegiado, capaz de desentrañar los misterios más enrevesados de la magia? Pero lo que más le asombraba era lo que había sucedido en el guardarropa de sus sueños. El frac de Mandrake se había convertido en una sotana.
El cura que hacía los aros chinos
Contempló, vacilante y asombrado, cómo un cura se encaminaba al centro del escenario, tras dejar con toda naturalidad sus artilugios de magia sobre una silla. No usaba velador. En sus manos se desbordaba el acero reluciente de unos aros chinos. Un soplo y los sólidos aros se separaron suavemente.
Aquel cura era un mago de verdad. Por fortuna José Luis había leído su libro. De manera que sabía que aquel prodigio que desafiaba las leyes de la física era un juego de prestidigitación y no un milagro. De lo contrario, tal vez su vocación habría cambiado y en lugar de mago se hubiera hecho sacerdote.
 
Pero dejemos las bromas aparte, porque en el universo de los niños no hay cosa más seria que la magia. Por otra parte, José Luis nunca había conocido un cura como aquel. Le recordaba algunos rasgos del Padre Brown, el ingenioso detective de Chesterton, siempre dispuesto a prestar un oído a lo sobrenatural e imposible y otro a la explicación racional de los enigmas a los que se enfrentaba. Sus breves e ingeniosos relatos estaban de moda por aquellos años.
 
Una tormentosa tarde de invierno se armó de valor y fue a verle. Se había enterado que vivía en Quintana 2, en una casa que compartía con numerosos curas, a espaldas de la Parroquia del Buen Suceso. Cada uno de ellos disponía de un pequeño apartamento. En la fachada una placa indicaba Extremauciones. Se dio cuenta que se había fijado en la placa otras veces al pasar. Ahora era distinto. Le producía cierto recelo. Pero se decidió a llamar al timbre. Empezaba a acostumbrarse a que todo lo relacionado con aquel sacerdote le pareciera profundamente misterioso y, a la vez, de una sencilla naturalidad.
 
El hombre que abrió la puerta tenía un aspecto más frágil que en escena. Llevaba el pelo revuelto, se había liberado del alzacuello y sus gafas se escurrían hasta la punta de la nariz. El hall de entrada era un espacio severo, sin adorno alguno, ni carácter. Como el zaguán de un convento. Pero en el saloncito interior, el Padre –a partir de entonces le llamaría siempre así–había instalado una larga mesa de roble. Aquí y allá, entre pilas de libros y cuartillas escritas a mano, se adivinaban algunos objetos inexplicables. Uno era un plátano transformado en una pescadilla, Otro era un dedo vaciado. Un tercero era un conejo de esponja que compartía la jaula con otro conejo de carne y hueso.  
José Luis sólo pudo echar un vistazo a aquel País de las maravillas. El Padre no le franqueó el paso. El niño abrió el libro y le pidió que se lo firmara. Luego le preguntó si le podía hacer un juego.
—Ahora no puedo. Más despacio, muchacho. Más despacio.
Por entonces el tiempo parecía avanzar lentamente. Era una ilusión, sin duda. Pero daba esa sensación. Nunca acababa de desperezarse. Era guarida de expectativas y deseos, cada vez más intensos por dilatados.
José Luis se refugió en un segundo libro que encontró rebuscando en los anaqueles de juegos en la Casa del Libro de la calle Gran Vía. Un auténtico clásico: La prestidigitación al alcance de todos, en cuya primera parte Ciuró explica cómo un hacedor de juegos se convierte en un verdadero mago. Sus consejos  trazaron el camino a una nueva y espléndida generación de magos en la segunda mitad del siglo XX. José Luis sería uno de ellos. Como Juanito, el otro niño, aprendiz de mago, que vivía unos portales más allá.
En la segunda parte de libro, tras los juegos de manipulación de monedas, bolas, dedales, cigarrillos y cartas, José Luis descubriría los efectos de mentalismo. La adivinación y transmisión del pensamiento, el hipnotismo, el cumberlandismo,  que acabarían convirtiéndose en su especialidad.  
Una tarde fría de primavera, casi de noche, llamó de nuevo a la puerta del Padre.
—Es el libro más extraordinario del mundo –balbució–. El mejor libro que he leído nunca.
Esta vez su mirada traspasó el salón y divisó el dormitorio, también atestado de libros. Vio una majestuosa y teatral túnica china extendida sobre la cama.
—Me lo he aprendido de memoria –añadió.
—No se trata de eso –sonrió el Padre.
—¿Puede hacerme alguno de ellos? ¿Quisiera ver cómo los hace?
—Aún es pronto. Los secretos son como los cristales. No se ven. Tenemos que ver a través de ellos. Ten paciencia. Todo llegará.
Dos semanas después José Luis volvió con un tercer libro: Ilusionismo elemental. El libro se abría con un prólogo de Alfredo Marquerie, un periodista que practicaba el ilusionismo y lo que llamaba reportajes vividos[2] en el que elogiaba el estilo llano y sencillo, la prosa clara, puntual y metódica que utiliza para explicar las técnicas… El Padre Ciuró se hace entender perfectamente”. Casi al final del libro leyó una frase que no olvidaría jamás: “Los juegos en sí mismos son poca cosa, son algo muerto y sólo la personalidad del que los presenta puede comunicarles vida”.
El sacerdote le miró con curiosidad desde la puerta. Sostenía entre sus brazos un muñeco de ventriloquía.
 
—Padre ¿cuántos libros ha escrito?
—Más de una docena –respondió el muñeco.
—¡Uf! –exclamó José Luis–. Entonces volveré a verle a menudo.
—Y va a publicar otro más muy pronto –añadió el muñeco.
—¡Calla, Luisito! –le ordenó el Padre.
—Lo leeré también.
 
El sacerdote le miró a los ojos.
 
—Vaya. Parece que vas en serio. Te voy a hacer un juego.
 
Le hizo los acetábulos. Era el nombre por el que conocía a los Cubiletes.
 
—Conviene empezar por el principio, jovencito. Este es el juego más antiguo del que tenemos noticia. Si lo dominas, dominarás cuatro mil años de magia. ¿Te parece un buen comienzo?
En la cueva del secreto
A partir de ese día le empezó a recibir regularmente. Naturalmente siguió comprando sus libros: El tratado de Cartomagia, los Juegos de manos de sobremesa, los cuatro tomos de Juegos de manos de bolsillo, el Ilusionismo elemental, la Mnemotecnia teatral e, incluso, La ventriloquía.
A veces el Padre le hablaba de otras cosas. Durante años le ofreció esos consejos que flotan sin hundirse en el oleaje de la memoria y que actúan de salvavidas en el momento oportuno. Como la mayoría de las cosas que importan la magia no es más que un pretexto para vivir, sentir, percibir, gozar, más intensamente. «La vida está llena de conveniencias sociales, como efecto necesario de lo que es el hombre en realidad, a saber: un complejo de realismo e idealismo, de vicios y virtudes… Asistimos a un entierro, y decimos a los familiares del difunto: “Les acompaño en el sentimiento”, cuando en la mayoría de los casos, no sentimos sentimiento ninguno… Estas mentiras caritativas ayudan a idealizar un poco la vida demasiado realista. Si los hombres dijéramos en cada momento lo que sentimos, la vida sería insoportable. Me dirás ¿A qué viene esto? Viene porque algo muy parecido pasa entre el aficionado ilusionista y sus amigos espectadores… Al final, le dicen: “Nos ha gustado mucho”… Estas exageraciones   han hecho mucho bien y mucho mal. Han hecho bien, porque han estimulado a una multitud de principiantes para seguir trabajando, y han llegado a ser excelentes ilusionistas. Pero han hecho también mucho mal, porque han lanzado por el camino del profesionalismo a magos ineptos, que han tenido que comer el pan del fracaso, económico y moral… ¿Quién te dirá, en las apreciaciones de tus admiradores, si se trata de mentiras, de exageraciones o de la verdad? Solamente tu recto criterio. Tú mismo debes conocer el valor de tu trabajo».
El hermano lego
Ciuró había nacido el 1 de mayo de 1895 en la calle del Horno de Castellterçol, un pueblecito de tejedores, en la comarca del Vallés Oriental, en Barcelona. De familia humilde y muy numerosa –eran 12 hermanos– emprendió sus estudios en el colegio de los Escolapios en Moyá, la capital administrativa de la zona, conocida como El Moianès. Iba dirigido como una flecha hacia el sacerdocio. Pero la flecha acertó también en una diana distinta. En el colegió conoció a Raimon Rosell, un hermano lego –los legos se dedican a las labores manuales y a  los asuntos profanos– que era aficionado a los juegos de manos y los consideraba un excelente método de evangelización. Raimon Rosell coincidía, en este aspecto, con las ideas de San Juan Bosco y las prácticas de los cristianos evangélicos que transmiten mensajes religiosos a través de la magia. Por supuesto, rechazando poseer poderes sobrenaturales, sorteando los efectos que guardan parecido con los milagros bíblicos, y presentando sus trucos como actuaciones escénicas destinadas a divertir, instruyendo.  
Raimon Rosell le convirtió en su ayudante. El pequeño Ciuró ejecutaba su labor con rostro serio y sereno. El estilo de Raimon Rosell, al gusto de la época, era más altisonante. Llevaba una capa negra sobre la sotana y cuando la hacía revolotear, el muchacho se quedaba absorto. Raimon Rosell le pensaba maravillado. Pero no tardó en darse cuenta de que no sólo soñaba. Con la frente fruncida, muy atento, analizaba cada detalle, la presentación, la cháchara, el ritmo, el timing, la manera de aumentar el efecto. Antes de alcanzar los conocimientos, poseía la actitud para convertirse en ilusionista. Actitud en la que convive la fascinación del niño con el método analítico del científico.
Se formó como sacerdote en el Monasterio de Santa María la Real de Irache Navarra. Su primer público fueron sus compañeros. Allí ofreció una primera sesión de magia ante dos centenares de seminaristas durante las fiestas navideñas.
Cuando se ordenó tenía 18 o 19 años por lo que tuvo que obtener una dispensa del Vaticano. A partir de ese momento multiplicó sus actuaciones en el colegio de Mataró donde daba clase a los párvulos y ofreciendo sesiones benéficas en otros centros de enseñanza, hospitales, hospicios y seminarios. Esta intensa actividad le permitió probar todo tipo de magias –close-up y cartomagia, grandes ilusiones y magia de salón, magia cómica y mentalismo, también ventriloquía–. Por entonces dio vida a su compañero inseparable: el muñeco Lluiset.
La multiplicidad de sus intereses y la amplitud de su repertorio se reflejarían posteriormente en sus libros de divulgación.
El prestidigitador Optimus
No cesaba de perfeccionarse en su arte. Pero fuera del ámbito en el que ejercía su ministerio y su magia era un hombre tímido. Tras leer el libro El prestidigitador Optimus o la Magia espectral[3] quisó conocer a su autor, Joaquim Partagàs i Jaquet. Para ello traspasó la puerta de El Rey de la Magia, la primera tienda especializada en la venta de juegos de manos abierta en España. Fundada por Partagás en 1881 en el nº 5 de su calle de la Princesa de Barcelona. Cuatro años después, en 1895, se trasladó a su sede definitiva en el nº 11 de la misma calle.  Allí sigue hoy día, lo que le convierte en la tienda de magia más antigua de Europa. En aquel lugar el joven escolapio y el mago experimentado se encontraron por primera vez.
No era fácil el trato con Partagás. Sin duda era un gran mago. El más relevante del fin de siglo español junto a Fructuoso Canonge, conocido como El Merlín español, Siguiendo los  pasos de Canonge, Partagás alcanzó fama y éxito en Argentina. Actuó en el sur de América y regresó para casarse e instalarse definitivamente en Barcelona en 1978, abandonando su existencia itinerante.
Abrió la primera tienda de juegos del país. También fundó en 1894 el primer teatro dedicado monográficamente a la magia. Se llamaba El Salón Mágico, y se hallaba situado en el número 30 de la Rambla del Centre de Barcelona. Era réplica del Teatro Robert-Houdin a cuyas Soirées fantastiques Partagás había asistido en París.
Durante los seis años que El Salón Mágico permaneció abierto, incorporó una configuración escénica adecuada para el escamoteo y las transformaciones, la cámara negra, la linterna mágica y otras tecnologías avanzadas para la proyección de imágenes fantasmagóricas, así como una sabía utilización de los todavía novedosos efectos de luz e interesantes invenciones catóptricas. Después de conocer y tratar a Méliès en París, Partagás fue uno de los primeros en ofrecer sesiones de cinematógrafo en España.
Disfrutaba con los grandes efectos, tecnológicamente atrevidos. No obstante era un excelente manipulador y podía ejecutar una magia directa, inmediata y sin aparato alguno.
Cuando Ciuró se acercó a su establecimiento estaba atravesando una mala época. Apenas salía de allí. Sentía el corazón oprimido a causa  de serias adversidades familiares. Pasaba  largas horas tras el mostrador de la tienda, arrojando una columna ininterrumpida de humo por la nariz y ahuyentando las volutas del rostro, contemplando lo que le rodeaba como un mal sueño. En tales momentos era difícil  arrancarle una sola palabra.
El Padre permaneció callado igualmente, reteniendo la respiración. Luego expresó atropelladamente su admiración por el libro El prestidor Óptimus o la magia espectral. Partagás abrió los ojos enrojecidos y pareció caer en la cuenta de su presencia. Le ofreció el paquete de picadura de cuarenta para que se liara un cigarrillo. Al  Padre le temblaban las manos. Era la primera vez que lo hacía. El resultado fue un gurruño y cuando logró encenderlo acabó tosiendo congestionado porque no estaba acostumbrado a fumar. Llevaba el libro para que se lo dedicase. Pero no se atrevió a sacarlo de la cartera y compró otro ejemplar.
A partir de ese día le visitó con asiduidad. Entraba en la tienda, fingiendo que no traía propósito alguno. Encontraba a Partagás entre cachivaches, apestando a tabaco, con el mostacho amarillo y chumuscado. Tardaba varios minutos en plegar el diario y clavar los ojos en él. Entonces tenía que superar el ritual de liar y fumar un  cigarrillo. La tienda había tenido en su catálogo los mejores juegos del mundo. Se había convertido en una referencia para los países de lengua española. Pero desde que Partagás se abandonó a la melancolía y a la tristeza, el catálogo era escaso  y los aparatos modestos. Sólo en ocasiones se podía encontrar alguna ganga de segunda mano. Al hallar a Partagás en esta situación, Ciuró pensaba que la mayoría de la gente no lograría ver en él al gran mago que había sido, que todavía era.
Seguía recibiendo catálogos extranjeros. Ciuró los ojeaba. Como por casualidad señalaba un juego o preguntaba por un efecto. Entonces las manos de Partagás dejaban de temblar, tomaba un pañuelo de seda, una moneda, una bolita o una cuerda y realizaba cualquier prodigio. De ese modo se convirtió en el gran maestro de Ciuró, trasmitiéndole su amplia y cosmopolita cultura mágica y la excelencia y sutileza de su manejo.
Fu Manchú en el Apolo
Años después, Ciuró sufriría una auténtica conmoción al asistir al espectáculo de nigromancia oriental que presentó Fu Manchú en el Teatro Apolo de Barcelona, el miércoles 1 de febrero de 1933. Tras Raimon Rosell y Joaquim Partagás, Fu Manchú fue su tercer y definitivo maestro. Fu era un príncipe de la magia. Pertenecía a una dilatada saga de magos de origen holandés. La dinastía Bamberg la inició el alquimista y nigromante Jasper Bamberg, a principios del siglo XVIII. Empleaba la linterna mágica y buscaba con ahínco la piedra filosofal. Transmitió sus secretos a su hijo mayor: Eliaser Bamberg (1760–1833). Este perdió en la guerra una pierna. A partir de entonces se convirtió en mago profesional y utilizó una pierna de madera hueca para ocultar los objetos que aparecían y desaparecían. Construyó varios autómatas maravillosos. Transmitió sus secretos a su hijo mayor David Leendart Bamberg (1786–1869) que se inició en escena con nueve años y en la masonería pocos años después. Hábil manipulador, perfeccionó el juego de la bolsa y el huevo logrando extraer hasta quince huevos e incluso una gallina viva. Trasmitió sus secretos a su hijo mayor Tobias Bamberg (1812–1870). Hombre refinado, políglota, de asombrosa cultura y aguzado sentido del humor. De él se recuerda el juego de las Monedas Boomerang: Contaba veinte, las depositaba en las manos del espectador y una parte de ellas regresaban, mediante un invisible efecto Boomerang, a sus manos para desaparecer. Trasmitió sus secretos a su único hijo, David Tobías Bamberg (1843–1914). Influido por Carl Hermann realizó una magia directa, depurando la charla, los gestos, la vestimenta y el atrezo. Era conocido como Papa Bamberg. Tuvo seis hijos. Tres de ellos fueron magos. Pero David transmitió sus secretos a su hijo mayor Tobías (Theo) Bamberg (1875-1963). La visión de la levitación de Maskelyne en el Egypcian Hall cambió su visión de la magia. Al trabajar como ayudante de Thurston descubrió el secreto. Adoptó el nombre de Okito, tras adoptar la personalidad escénica de un mago japonés. Pero cuando descubrió que las túnicas chinas eran más propicias que los kimonos japoneses para la realización de sus juegos, cambió de nacionalidad mágica aunque no de nombre. Okito era sordo. En su número no empleaba palabras. Fue el creador de juegos y efectos inolvidables: como la bola flotante y la caja de monedas. Trasmitió sus secretos al mayor de sus hijos David Tobías Bamberg (1904–1974) que adoptó el nombre y la indumentaria de Fu-Manchú, su héroe de ficción preferido, un genuino malvado, un villano sin entrañas creado por el escritor Sax Rohmer en 1913.
Sin duda este era un inconveniente para el sacerdote Ciuró: Fu Manchú actuaba con el remoquete de El Doctor Demonio. Pero no era la única complicación. El título del espectáculo era La Revista de los Misterios y por lo tanto pertenecía al género que se denominaba despectivamente ínfimo, de acento picante o sicalíptico. Lo que llamamos Variedades. Pero ¿cómo substraerse a la mucha y excepcional magia que contenía el espectáculo? Desde luego, se trataba de uno de los mejores espectáculos de magia de todos los tiempos. Con números inolvidables tal “Cómo se sostiene el mundo” o “El dios de la muerte tibetano” o “La casa de las mil vampiresas” o “El sueño del opio” o “ El escarabajo misterioso” o “La triple fuga” o “Danzan los caballos y también… los reyes” o “¿Dónde van los patos” o “La reina evasiva” o “ Un ciclón milagroso” o “Rapsodia de colores” o el bellísimo “Papel, Papel” o “De la nada... un gorila”.
Tres largas horas de magia interrumpida de vez en cuando por las alegres chicas del cuerpo de baile a los acordes de la orquesta Urabor.
El Padre se envolvía en un abrigo de cashmere negro y acudía cada noche al Teatro Apolo, embozado en una bufanda de cuadros rojos y blancos. Se mantenía oculto en un pasillo. Había convenido con un acomodador que le avisaría cada vez que entrara en escena Fu Manchú. En cuanto se iniciaban los aplausos que culminaban cada número de magia, volvía salir, antes de que las chicas irrumpieran en el escenario con sus bailables, al tiempo que el vocalista de la Urabor iniciaba una canción:
Eres toda tentación,
Tu figura es ideal,
Son tus ojos tentadores,
Y tu boca sensual
Sin estas incursiones en otros mundos, que también eran los suyos, pero le estaban vedados o con difícil acceso por su condición, Ciuró jamás hubiera sido el gran mago que fue, Fue tan grande la influencia de Fu que el Padre adoptó, con el tiempo, en algunas de sus actuaciones, el nombre de Link Kai Fu con la coleta,  el porte y el colorido de un mago cantonés.
Aunque su transformación interior y la de su magia habían sido notable, siguió actuando en los mismos lugares que lo había hecho siempre. Durante una temporada intervino en el movimiento de Ejercicios Espirituales del P. Vallet. Y algo debió haber cambiado porque esta vez los diarios –como El Mañana– reseñaron sus intervenciones y empezó a adquirir alguna notoriedad.
Magia en la guerra
En estos años tan próximos a la guerra civil, Ciuró intervino en la constitución de la Asociación Catalana de Artistas Ilusionistas. Muchos de sus miembros huyeron de Barcelona tras el fracaso del golpe de Estado y la toma del poder por los anarquistas. Ciuró desde principios del 36 se hallaba en  Francia. Oficialmente para perfeccionar su francés. En realidad para sustraerse a las turbulencias que juzgaba inevitables. No regresó hasta nueve o diez años después. Durante la Segunda Guerra Mundial –que pasó en la zona ocupada por los alemanes– encontró un ambiente más propicio que en España para el desarrollo de su gran pasión. Tuvo acceso a una notable cantidad de libros antiguos y modernos sobre manipulación, ilusiones, nemotecnia, matemáticas, física y química recreativas, trampas de juego, juegos de sociedad y ombromanía. Por supuesto los clásicos de Prevost, Ozanan, Guyot, Decremps, Robert-Houdin, Fontenelle, Castillon, Ponsin, Camille Gaultier, Flamarion, Tom Tit, Gaston  Tissandier, Robert Gaston y libros publicados en las últimas décadas como Recueil complet de Tours de Cartes de Tissot (1923),  Fakirs fumiste et Cie de Paul Heuze (1926), La prestidigitation Moderne de Alber (1927), Fakirs et Prestidigitateurs de Dicksonn (1927), Foulards et drapeaux de Roger Barbaud (1933), L´art de la Cartomagie de Gervais (1934), Manuel pratique d'illusionnisme et de prestidigitation de Remi Ceillier, que luego adoptaría el nombre de profesor Boscar (1935), Trucs et Grands Trucs de Robelly (1936), la traducción de la autobiografía mágica de David Devant Mes secrets d'Illusionniste (1938 ) y prestigiosas revistas como L´illusioniste y Le journal de la prestidigitation. Y siguió experimentando y probando los juegos seleccionados en sus actuaciones para congregaciones religiosas, centros de enseñanza, instituciones benéficas y hospitales e, incluso, las tropas alemanas.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial la situación política varió 180 grados. Se hicieron con el poder las fuerzas integradas en la Resistencia, en la que habían tenido un papel importante los republicanos españoles. Ciuró regresó de inmediato a España. Tenía 50 años. Le adscribieron al obispado de Madrid, lejos de Cataluña donde había transcurrido la mayor parte de su vida.  Tomó posesión de la parroquia de San Cristóbal de Boadilla del Monte, un pueblo arrasado durante la guerra. El templo mudéjar acababa de ser reconstruido por el Servicio de Regiones Devastadas. Organizó varias sesiones de magia en los pueblos del alfoz para recaudar fondos con los que amueblar y alhajar el templo.
 

El peso del secreto

Pero acariciaba entre ceja y ceja un ambicioso proyecto. Para el Padre la magia era el reflejo de la fascinación que produce la vida.  Con cierto candor deseaba poner al alcance de cualquiera la posibilidad de realizar prodigios. En la escuela, pues pensaba que los maestros podrían trasmitir enseñanzas más verdaderas si las acompañaban del misterio. En la familia, porque el padre o la madre de familia debían tener la posibilidad de encantar a su prole. En la el conjunto de la sociedad, porque todos los hombres tenemos derecho a que nuestros deseos e ilusiones, pues forman parte de nosotros mismos y de nuestra vida, han de adquirir algún tipo de realidad.
Desde hacía tiempo llevaba enfrascado en realizar una obra de divulgación que proporcionara todos los elementos precisos, tanto teóricos como prácticos, para ejercitar el ilusionismo.
Se enfrentaba a dos escollos difíciles de salvar. Por una parte los editores consideraban que no era un buen negocio. Pero ¿dígame, Padre, cuántas personas practican magia en España? –argüían–. ¿Cien? ¿Doscientas? ¿Qué  mercado potencial existe para un libro de estas características?
Por otra parte los magos, incluidos muchos de sus amigos más cercanos, vinculaban la ética de la magia al secreto. Durante siglos los magos guardaron sus invenciones para sí, celosamente, como parte de un patrimonio que transmitían a descendientes o discípulos. El hermetismo sólo fue quebrado por la traición de ayudantes como en el caso de Robertson, Mister Macallister [McAllister]o “El hombre incombustible”. También por la perspicacia de científicos y estudiosos como Ozanam, Guyot o Henri Decremps. O por la vanidad del artista, como en el caso de David Devant que reveló sus secretos con la intención  de que pudieran ser disfrutados como las  obras de arte que eran.
Las sociedades mágicas y las asociaciones profesionales se crearon con intención de asegurarse el monopolio de esta clase de conocimientos. En 1876, el Profesor Hoffmann, pseudónimo del abogado y mago aficionado Ángelo John Lewis, quebró esta regla al publicar Modern Magic, un manual enciclopédico que divulgaba entre los profanos y el público en general tanto los juegos clásicos, como las novedades que incluían en su repertorio los magos en activo. La polémica no se hizo esperar. El trasvase de un saber hasta entonces confinado a unos pocos al dominio público modificaba las condiciones del ejercicio profesional. Algunos auguraron que los teatros se vaciarían. Otros consideraron que a partir de ese momento el mago se vería exigido a  recrear constantemente su arte, a reinventarlo cada día.
La transformación de un piloto militar
No sólo la magia provoca extrañas transformaciones. En ocasiones las sucesivas transformaciones fruto del azar o de la necesidad acaban convirtiéndose en magia. En 1945 otro sacerdote se anticipó al proyecto de Ciuró. Francisco Javier Barcón Furandarena, que había sido piloto militar durante la guerra civil y luego profesó como jesuita, publicó un libro muy completo sobre las distintas suertes del ilusionismo titulado Arte de Encantamiento [4]. Lo publicó en la editorial de la Compañía. Incluía manipulaciones clásicas con objetos diversos, monedas y cartas y un buen número de efectos de mentalismo como adivinaciones, desapariciones, telequinesia y reproducciones de efectos espiritistas.
Por aquel entonces otro sacerdote, también jesuita, llevaba casi treinta años dedicados a denunciar las falsedades del espiritismo y los supuestos fenómenos sobrenaturales. El jesuita mexicano Carlos María de Heredia, S. I. (1872–1951), recorrió medio mundo realizando demostraciones públicas que dejaban al descubierto los engaños y trucajes de los espiritistas. Actuaba en los teatros, presentándose como mago. Insistía en que sus prodigios eran fruto del ingenio y rechazaba cualquier relación con fuerzas sobrenaturales a pesar de realizar efectos inexplicables: Apariciones de espíritus, levitaciones de miembros del clero, adivinación del pensamiento, fotografías en las que aparecía junto a los fantasmas de personajes célebres desaparecidos. Heredia fue un ilusionista de gran éxito.
La Compañía era especialmente combativa y nunca rehuyó intervenir en los espacios destinados a la acción social y la cultura. La lucha contra lo que consideraba falsedades del espiritismo era uno de ellos.
Siguiendo la estela de Houdini, Heredia congregó a multitudes en América del Sur y Estados Unidos desde la década de los 20. En 1946, un año después que Barcón publicara El arte de Encantamiento. Heredia publicó otro libro excepcional titulado Los fraudes espiritistas y los fenómenos metapsíquicos [5].
Ambos libros servían como precedente y eran un acicate para los propósitos de Ciuró.
El viático y el salto
La querella sobre la conveniencia o no de guardar secreto se recrudecería cuando Ciuró consiguió publicar, al fin, su primer libro de divulgación. Pero primero tuvo que escribir el libro. Necesitaba tiempo. Y el desempeño de la parroquia de Boadilla del Monte le ocupaba demasiado. El pueblo había sido completamente destruido durante la guerra y la reconstrucción se dilataba. En torno a la iglesia se alzaba un exiguo núcleo rural. El resto del término lo ocupaba un bosque de encinas y pinos piñoneros, atravesado por el Guadarrama, en cuyos márgenes se había creado una colonia por los Servicios de Represión de la Mendicidad, destinada a obligar al trabajo forzado a la multitud de menesterosos consecuencia del final de la guerra.
Ciuró tuvo la fortuna de que le destinaran a Madrid a un puesto dependiente de la Parroquia del Buen Suceso que le permitía disponer de abundante tiempo libre. Tenía que oficiar misa una vez al día y permanecer disponible, por las noches, si le requerían para dar la unción y el viático a los enfermos en situación especialmente grave, en riego de muerte. Junto al maletín de magia se alineaba el Necesaire que contenía todo lo necesario para administrar la extremaunción; una agenda eclesiástica, un hostiero, el contenedor de santos óleos con algodón untado en aceite, un crucifijo, un hisopo con agua bendita, un paño de hilo y encaje, una estola de raso en el anverso y cinta de seda en el reverso rematada en los extremos con un galón.
Pasaba las dilatadas vigilias leyendo, estudiando, practicando y escribiendo. Gracias a lo cual pudo escribir una quincena de títulos de excelente divulgación mágica.
Esta era su situación cuando José Luis Ballesteros le conoció y trató. En aquella casa, en la que una placa en la fachada indicaba escuetamente Extremaunciones, es donde José Luis aprendió su profesión de mago, por el tradicional sistema de convertirse en ayudante de otro mago.
El Padre actuaba a menudo. Hacía sesiones de magia de dos tipos muy dispares. Por una parte para la chiquillería en colegios, instituciones religiosas y hospitales. Por otra en fiestas privadas. Este último tipo de “bolos” se los proporcionaba José María Bulart, párroco del Buen Suceso y capellán privado del dictador Franco.
Bulart había sido secretario del cardenal Pla y Deniel, cuando este escribió la pastoral que definía como cruzada el levantamiento militar y la subsiguiente Guerra Civil. Cedió al general Franco su palacio episcopal en Salamanca para que lo utilizara como cuartel general y a su secretario para que desempeñara el puesto de capellán. Bulart se mantendría a su lado hasta la muerte del dictador en 1975.
Por mediación de Bulart, Ciuró tuvo acceso a trabajar en los domicilios y fiestas privadas de los jerarcas de la dictadura, incluido el Palacio del Pardo, donde llegó a actuar en el papel de Ling Kai Fu –su alter ego chino– e hizo aparecer una gigantesca bandera entre pañuelos de seda. De esta manera obtenía unos ingresos, parte de los cuales entregaba a la iglesia.
Se hacía acompañar de un ayudante llamado Julio Cerezo Villa. Cuando este hombre se hizo mayor, el Padre preguntó a José Luis si estaba dispuesto a sustituirle. De esta manera, al lado de Ciuró, se convirtió en un mago profesional. Volvió a verle hacer una y otra vez aquellos maravillosos aros chinos que tanto le impresionaron de niño. Seguían volviéndole loco. Ahora sabía el secreto. Pero no lo veía. El Padre era un mago finísimo.
Eso mismo le sucedió a Juan Tamariz[6] cuando, siendo un niño, visitó al Padre Ciuró. Iba en compañía de Antonio Drove[7], quien sería con los años un cineasta estimable. Le comentaron sus dificultades al hacer la técnica conocida como el salto. En el mismo rellano de la escalera el Padre ejecutó la suerte con suavidad, lenta y despreocupadamente, sin dejar de mirarles. Ellos conocían el truco pero no el secreto. El Padre les trasmitió el verdadero secreto, las condiciones en las que el salto realmente era invisible.
 
José Luis cobraba entre 5 y 10 pesetas por función. Le venían de perlas. Meses antes su madre había hecho un viaje a Barcelona. Para satisfacer la pasión por la magia de su hijo, adquirió en la casa Mágicus[8] un montón de juegos y aparatos. A su regreso, José Luis le ocultó que esa semana coincidía con los días de exámenes y se dedicó por completo a probarlos y dominarlos. No se presentó a ninguna asignatura y, en consecuencia, le suspendieron en todas.
 
Cuando la madre se enteró, decidió dar por terminados definitivamente sus estudios. A partir de ese momento tendría que trabajar. Como era pulidora de joyería, consiguió que entrara de aprendiz de joyero. Le entregaron lo que se llamaba una manta, una tela de terciopelo enrollable, cuyo interior alojaba un muestrario de joyas que vendía a domicilio y a plazos. Sin papeles, por cierto.
 
 
Juan Antón
 
Para la mayor parte de los magos los cartoncillos de la baraja son una segunda piel. Una tarde, en el suspense inquieto de la sala de espera de un médico, José Luis ensayaba el salto. Se trata de una técnica considerada en la época la más importante de las manipulaciones. Uno de los pacientes se acercó:
—¿Eres mago?
Tomó su baraja, escogió una carta cualquiera, la situó en el centro y efectuó el salto.
—¿Dónde lo has aprendido? –preguntó José Luis, mirando fijamente sus manos.
La verdad es que le sorprendió. No había logrado ver el movimiento, pero al voltear la carta de arriba la carta elegida estaba allí.
A partir de ese día se hicieron inseparables. Juanito se llamaba Juan Antón. Vivía como él en el barrio, le tentaba la magia desde su infancia y tenía como José Luis 16 años. Fue la primera persona que le habló de una organización que agrupaba a los magos. Se llamaba SEI (Sociedad Española de Ilusionismo).
—Nos reunimos todas las semanas –dijo.
Y dejo caer:
—Te resultará fácil el examen.
—¿Qué examen?
A José Luis le llamó la atención que el Padre nunca le hubiera hablado de una corporación como aquella. Con el tiempo supo que había sido uno de sus miembros fundadores, pero que había tenido graves problemas a raíz de la publicación de su primer libro de divulgación. Dos de sus mejores amigos –Xavier Areny de Plandolit y Bernard– habían publicado sendos artículos muy críticos sobre los libros de divulgación, defendiendo la necesidad de mantener la opacidad y el secreto.
Javier Areny de Plandolit Gassó descendía de una familia aristocrática dedicada a la industria del hierro y a la política en Andorra. Su abuelo Guillem d’Areny-Plandolit, barón de Senaller y Gramenet, impulsó la Nova Reforma del 1866 de las instituciones andorranas, su primera constitución, fue batlle de la Seu y se convirtió en el primer Síndico general de los Valles de Andorra. Su mujer Carolina de Plandolit murió asesinada por el militar Blas de Durana, coronel de infantería del 5º batallón de Cazadores de Tarifa, que la asediaba desde hacía tiempo, enamorado sin esperanza. El coronel fue condenado a garrote vil. Se suicidó con cianuro la noche anterior. Aún así el cadáver fue trasladado en parihuelas hasta el patíbulo y la sentencia ejecutada en el cuerpo muerto.
El hijo menor  de la pareja Pau-Xavier d’Areny-Plandolit (1876-1936), ejerció como médico, naturalista, taxidermista, empresario, escritor, editor, museólogo. Se decía de él que comerciaba con huesos humanos. Era un hombre dotado de aficiones y habilidades múltiples, todas ellas curiosas y extraordinarias. Joan Peruga ha novelado su extravagante personalidad y su vida  llena de fascinación  en  El museu de l’elefant  [9] . Fue un excelente ilusionista y escribió un libro muy notable: Las maravillas de la Magia moderna[10]. Su hijo Xavier d'Areny-Plandolit i Gassó heredó su afición e interés por la magia. Fue un destacado bibliófilo, reunió una apreciable biblioteca especializada en libros y revistas de ilusionismo y elaboró la primera bibliografía de la prestidigitación española[11]. Era odontólogo de profesión y durante muchos años su clínica fue la sede social de la SEI y el lugar en el que se editaba la revista oficial Ilusionismo.
Por su parte Joan Bernat[12] era un extraordinario manipulador de cartas y alimentos, pues su profesión era la de pastelero. En el 58 publicó un tratado de cartomagia[13] que desde entonces es algo así como el Viejo Testamento para los cartómagos españoles y, también, para magos americanos como René Lavand. Bernat subtitulaba su libro, escrito en colaboración con Esteban Fábregas, Tratado completo de manipulación de cartas y composición, con ellas, de juegos de manos, al alcance de todos. Quiere decir que cambió de parecer. Pues unos años antes escribió un artículo muy crítico oponiéndose a la divulgación secretos.
Los artículos de Areny de Plandolit y Bernat, la decidida oposición de Sandy, uno de los ilusionistas profesionales, más populares en la época, respondían a una concepción compartida por la mayoría de los magos contraria a la divulgación que tuvo como consecuencia el apartamiento, es posible que la expulsión, de Ciuró de la SEI, durante un tiempo.
Esta dolorosa circunstancia es, tal vez, la razón por la que Ciuró nunca le habló a su discípulo Jose Luis de la Sociedad.
El examen más largo
Fue Juan Antón quien le llevó a la Sociedad:
—Vienes conmigo y te examinas.
Las reuniones se celebraban los martes en el Centro Segoviano donde disponían de un escenario sin cortinas.
José Luis llegó cargado de aparatos. Fue tal vez el examen más largo que tuvo lugar jamás. Mendizábal, el presidente de turno, no sabía cómo detener aquella cascada de efectos, que proseguían aunque el jurado hacía tiempo que había decidido aprobarle.
De ese modo se hizo socio y se incorporó a las reuniones y a la sesión de magia que realizaban cada mes para público de fuera de la sociedad. El cartel era de lujo: José Luis actuaba junto a Juan Antón, Carlos Muro, Juan Tamariz, el estupendo y querido Pepe Regueira, entre otros.
La tristeza de un mago nihilista
¿Se puede ser avispado, ingenioso, jovial y al mismo tiempo desgraciado? He conocido pocas personas con la capacidad innata de Juan Antón para hacer reír a los demás. ¿De dónde procedía su humor? ¿De un interior devastado por la tristeza? Es imposible saberlo. Lo cierto es que  el mismo regocijo que estallaba hacia fuera proyectaba hacia dentro las sombras más negras. Juan Tamariz advertía en quien fue su maestro y amigo del alma a “un apóstol del nihilismo”. Los médicos dirán que la causa es la disminución de la serotonina y la noradrenalina, sustancias neurotransmisoras que permiten la comunicación entre las neuronas y la transmisión del estado de ánimo al sistema nervioso del individuo. Pero lo cierto es que tenía un modo de ser exuberante, ruidoso, disparatado, desenvuelto, capaz de descabezar cualquier atisbo de razón. Era el más risueño y refrescante, según Arturo de Ascanio. Yo no podré olvidar la cantidad de veces que logró desencajar mi mandíbula y, al tiempo, su inmensa ternura.
Pero la sociedad en que vivimos es envarada y. por entonces, lo era aún más. Los comportamientos espontáneos muchas veces son percibidos con incredulidad o desagrado.  Cuanto más se deprimía Juan Antón más difícil le resultaba reprimir su vena cómica. Sin proponérselo daba la vuelta a una situación, descuajeringaba una frase, contaba una historia hilarante, realizaba un efecto de magia chocante, provocaba la sonrisa o  la carcajada. Como muchos de los más grandes cómicos, humoristas o payasos tenía un fondo triste y depresivo, trágico. María Zambrano ofrece una interpretación sugestiva de este fenómeno que se conoce como la tristeza del payaso. Para ella “El payaso mimetiza desde siempre y con éxito infalible el acto de pensar…el alejamiento de la circunstancia inmediata… esa peculiar situación del que piensa que parece estar en otro mundo, moverse en otro espacio libre y vacío. Y de ahí el equívoco, y aun el drama"[14].
Siguiendo los pasos de José Luis con su manta de joyería, Juan Antón abrió una tiendecita de joyas en un portal de la calle de Fuencarral. Apenas un estrecho armarito y un diminuto mostrador en lo que había sido el chiscón del portero. José Luis conoció a Encarnita y Juan Antón a María Pilar. El Padre Ciuró se encargó de casarlos.
Uri Geller En España
Juan Antón debutó en la década de los 70 obteniendo el 2º premio en cartomagia del Congreso Mundial FISM en Ámsterdam, con el delicioso número de Los Mancos, que ejecutaba junto al gran Juan Tamariz.
A Jose Luis Ballesteros le cambió la vida cuando el sábado 6 de septiembre de 1975 Uri Geller apareció en programa de televisión Directísimo y logró que se doblaran cucharas y se pusieran en marcha viejos relojes en las casas de los televidentes, aparentemente mediante el poder de su mente. El más asombrado fue el presentador del programa José María Íñigo.
El efecto fue fulminante. El lunes siguiente vendió 10.000 ejemplares de su autobiografía en unos grandes almacenes de Madrid.
En la Sociedad Española de Parapsicología se movilizaron. Realizaron una consulta a la Sociedad Española de Ilusionismo.
—¿Creen ustedes que hace trampas?
José Luis Ballesteros presidía la Sociedad. Fue él el encargado de responder.
—Lo que hace Uri Geller lo puede hacer un buen mago.
—¿Se atrevería usted a hacerlo?
De esa manera se originó la idea de organizar una serie de conferencias por toda España desmontando a Uri Geller[15]. Actuaban en Universidades. Inicialmente disertaba Ramos Perera[16], presidente de la Sociedad Española de Parapsicología, explicando su visión de los fenómenos psíquicos. Era el primer profesor –y creo que el único– que impartía esta materia en las Universidades españolas. Enseñaba Parapsicología en la Universidad Autónoma de Madrid, donde tenía un laboratorio  que estudiaba fenómenos que no consideraba suficientemente explicados como la clarividencia, la telepatía, la telekinesia, la levitación o la psicofotografía. Su postura frente a Geller era escéptica y había llegado a interrumpir alguna de sus actuaciones en teatros, exigiendo pruebas y controles.
La segunda parte corría a cargo de José Luis Ballesteros que realizaba una demostración de que un ilusionista o prestidigitador es la persona adecuada para detectar las trampas y embelecos de quien simula habilidades paranormales.
—Veo… Concéntrese en la imagen… Veo mucha gente reunida… ¿Son hippies? Concéntrese, por favor. ¿Cantan? Uno debe ser el leader. Está sobre un montículo… Dice cosas…
La persona que ha imaginado la escena está pálida.
—¡Jesucristo! –exclama–.
—En el sermón de la montaña –precisaba José Luis.
Para José Luis todo era mentalismo escénico. Cualquier efecto se podía presentar como mentalismo. Incluso parar un teleférico.
Las demostraciones tuvieron su prolongación en el programa de televisión La puerta del misterio que dirigía el Dr. Jiménez del Oso. En España, José Luis se hizo tan popular como el propio Geller. Se convirtió en el mago de referencia en aquellos tiempos.
La serie de demostraciones televisivas  tenían que culminar la mañana del 20 de noviembre con un número espectacular: ¿Era posible parar el teleférico de Madrid utilizando la fuerza de la mente?
José Luis se trasladó con un equipo de Televisión hasta la estación motora situada en el paseo de Rosales. Una placa de bronce indicaba que se hallaban a 627 metros sobre el nivel del mar. Era muy temprano. Un sol tierno, sin vigor aún, perfilaba  los cables del teleférico en un cielo en el que empezaba a intensificarse el azul. Al fondo se distinguía la sierra del Guadarrama un paisaje típicamente madrileño, fondo de muchos cuadros de Diego de Velázquez. Afuera, empezaba a agolparse el público, que iba a asistir a la sesión. Por primera vez su rostro se crispó. Sólo un instante. Estaba tranquilo. Todo estaba controlado.
Primero pasaron los extras. Debido a un acuerdo con los sindicatos un porcentaje del público tenía que ser pagado. Sus miradas tediosas e inmóviles, su ausencia de reacciones, eran un hándicap para los programas de espectáculo que dependían de la transmisión al telespectador de las reacciones del público del estudio. La magia necesitaba especialmente esta transferencia. El público del estudio eran los testigos de las condiciones en que se efectuaban los efectos, sin trucos de cámara, compadres u otros manejos ajenos a la magia.
Esperó a que entrara  el público de verdad para seleccionar a los más expresivos para que viajaran en la cabina. Tuvo que esperar un buen rato a que todo estuviera preparado. Cuando el realizador dio el OK escogió a los pasajeros. Hubo un pequeño amago de resistencia por parte de una chica que dijo sentir vértigo, pero al final todos acabaron embarcándose.
La cabina se removió con lentitud, abandonándose en el aire. Tenía que recorrer una distancia de 2.457 metros. Avanzaba solitaria, ensimismada, a una velocidad de 3'5 metros por segundo. Disponía de 5 minutos y medio hasta llegar  a la mitad del trayecto, a la altura  de 40 metros Allí debía detenerse.
José Luis comenzó a concentrarse, mientras verificaba la sombra de la cabina balanceándose sobre las copas de los árboles del Parque del Oeste. Crispó el rostro, esta vez de forma voluntaria. Calculaba que tardaría un par de minutos y medio en alcanzar el punto elegido. A la mitad cerró los ojos, intentando mostrar que realizaba un supremo esfuerzo para paralizar el mecanismo. Por dentro su cerebro estaba calmado. En la obscuridad de su mente la cabina empezaba a desacelerarse.
Ya estaría a punto de detenerse sobre la Casa de Campo, confrontada con la mole de la Sierra. Imaginó el nerviosismo de los espectadores que viajaban en ella, los rostros atónitos de los curiosos que se habían concentrado para ver el fenómeno, de los periodistas, del equipo de televisión.
Abrió de golpe los ojos. La cabina estaba efectivamente parada. Lo había logrado. Iba a sonreír por primera vez a la cámara, cuando descubrió que no había cámaras, ni público, ni absolutamente nadie. Todos habían desaparecido. Sola, a lo lejos, la cabina se balanceaba  como si no formaran parte de este mundo.
Hay momentos en la vida en los que experimentamos la radical soledad del ser humano, cuando lo que nos  sucede no coincide con lo que sucede a los demás. Recluido en sus propias tinieblas ha de regresar

Fuente: Ramón Mayrata

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