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A fines del siglo XIX, Hans Stosch Sarrasani entró en un circo por comida y alojamiento. Quince años después, ya comandaba el mayor circo de Europa, apoyándose en astutas técnicas publicitarias y una compañía con integrantes de todo el mundo, que le permitiría triunfar no sólo en Europa sino también en Sudamérica. Un breve recorrido por la tumultuosa historia del “más fabuloso show entre dos mundos” incluida en el libro Sarrasani, entre la fábula y la epopeya, de Gustavo Bernstein.
Hans Stosch tenía quince años cuando decidió huir definitivamente de su casa, con una muda de ropa y sin un céntimo. Luego de un incierto deambular por galpones y establos de la Alemania rural, el vagabundo dio al fin con el modesto circo de Oscar Kolzer, cuya viuda cedió ante la tenaz insistencia del niño y acabó por concederle un lugar en la troupe a cambio de alojamiento y comida. El anhelado debut llegó en la Navidad de 1890. Hans corrió la cortina y el círculo de luz hizo centro en su figura de payaso. Poco después comenzaron a sucederse las giras y varias ciudades de Europa oriental conocieron las destrezas del joven clown. Las letras de su nombre artístico, Sarrasani, se le presentaron en un sueño, confiriéndole ese aire de italianidad que suele ejercer exótico encanto en el imaginario sajón. También remitían a Sarrasine, la famosa novela de Balzac, cuya trama narra el periplo de un joven artista sometido a sucesivas privaciones, hasta que la repentina aparición de una misteriosa fortuna trastroca su vida. Los paralelismos con la propia realidad de Hans Stoch eran más que notables, y el muchacho no dudó en homenajear al autor que supo proveerlo de exuberantes utopías en los duros tiempos de su inicio.
A partir de 1892, Sarrasani intensifica sus giras por Alemania, Holanda, Suiza y Hungría trabajando con el mismo éxito para diversos circos. Pero al ahora prestigioso Hans Stosch-Sarrasani lo desvelaba la ambición del circo propio, que obtuvo gracias a la llegada de los circos norteamericanos de tres pistas paralelas, que llevaron a la quiebra a la mayoría de las compañías alemanas. Su proyecto era mantenerse fiel a la tradición europea. No le interesaba asemejarse a los circos extranjeros. Al fin llegó el momento. Del programa presentado en Meissen (una ciudad en las cercanías de Dresde donde debutó el Sarrasani) se infiere un comienzo modesto: una familia de jinetes, un payaso que actuaba junto a un cerdo, seis acróbatas, un gimnasta de barra fija, un forzudo que arrastraba 75 kilos con el pelo, un trío de malabaristas, veinte papagayos amaestrados, un tragasables de Turquía, una contorsionista china y el propio Sarrasani con su familia de animales. Con el pasar de las funciones y las giras, fue incorporando a su circo artistas de culturas y continentes lejanos: tropas de marroquíes, chinos, japoneses, javaneses, turcos y auténticos indios americanos rotaban cada temporada derrochando su exotismo en la pista del circo. La idea fue un suceso inmediato. Senzationen! Senzationen!, titulaban los periódicos. El revuelo llegó incluso a los ámbitos intelectuales, que vislumbraban en ese emprendimiento una concepción antropológica del espectáculo nunca vista antes.
Otra de las razones del éxito puede rastrearse en la publicidad, algo para lo cual Sarrasani demostró tener un talento insospechado. El número titulado “Los hombres más fuertes del mundo” parecía no interesar a nadie salvo al tozudo director, que ya los había contratado por toda la temporada y veía esfumarse su inversión sin pena ni gloria. Hasta que una noche decidió probar una idea desesperada y se dirigió junto a los forzudos a un conocido local nocturno de Berlín. Entre reiterados brindis, conversaciones ampulosas y desentonados cánticos de camaradas, un súbito trompazo sacudió la mesa que ocupaba el grupo. De inmediato, como en un acto milimétricamente coreografiado, otro puñetazo en pleno rostro desató la pelea. En medio de gritos, las mesas y sillas volaban por el aire destruyendo la barra y despedazando cristales y espejos, hasta que uno de los forzudos arrancó entero el mostrador. En menos de una hora, el lujoso bar quedó transformado en una pila de escombros. El escándalo ganó la calle, los diarios lo sacaron en portada con el título: “La batalla de Berlín”. Con las localidades agotadas, Sarrasani se presentó al local a pagar magnánimamente los daños.
El 1 de agosto de 1914, en plena función, irrumpió en la pista un oficial del ejército y, ante el asombro general, dio lectura a una orden de movilización: Alemania entraba en guerra con Rusia. Mientras el público aplaudía y vitoreaba, el director hacía sus cálculos. La debacle era inminente. Se trataba, simplemente, de una cuestión de supervivencia: la coyuntura política exigía una temática de exaltación patriótica a quien, hasta esa noche, celebraba en su pista un vasto crisol de razas y culturas. Sarrasani decide viajar de inmediato a Berlín en busca de Adolf Steinmann, un prestigioso dramaturgo que ya le había anticipado telegráficamente su imposibilidad para abordar cualquier proyecto. Sarrasani logra convencerlo para que le dispense una tarde. Lo pasa a buscar en su carromato y, al cabo de unas cuantas horas de trayecto en el que discuten varios proyectos, el vehículo finalmente se detiene. El paisaje había cambiado: la ciudad ya no era Berlín sino Dresde. El carromato se había detenido en Carolaplatz, frente al circo. Steinmann se quejó del “secuestro”, pero terminó aceptando el trabajo. La nueva obra se llamaría Europa en llamas. El espectáculo, marcadamente antirruso, llenó las butacas del circo y suscitó elogios de los militares germanos. Sería la primera de veinte obras para teatro de pista que montarían en conjunto el dueño del circo y su dramaturgo cautivo.
Pero Sarrasani necesitaba oxígeno y viajó a Berlín, imaginando que una eventual temporada en aquella ciudad le haría más llevadera la crisis. El destino le deparaba una carta inesperada: una noche, mientras cenaba en un elegante restaurant, se encuentra con Hugo Stinnes, magnate industrial fascinado por el circo e histórico seguidor de Sarrasani. El director le confiesa: “Aquí, en la patria alemana, rige la locura de los números. El dólar absorbe todas las ganancias como el desierto cada gota de lluvia”. El magnate pide más champagne y le responde: “Yo tengo el dinero. Usted, el coraje. ¿Qué le parece Sudamérica?”
El 29 de abril de 1934, el circo desembarca en Río de Janeiro. Quien impulsaba la empresa por entonces era definitivamente Hans Stosch Junior, el hijo de Sarrasani, porque la salud del patriarca declinaba. Su dolencia cardíaca empeoraba día tras día, y a mediados de agosto, ya instalado en San Pablo, debió someterse a un severo tratamiento médico. Al cuadro clínico se le sumaba una creciente hidropesía que le iba inflamando todo el cuerpo. A menudo señalaba sus tobillos (casi del mismo diámetro que el muslo) y decía: “Tanto tiempo junto a los elefantes que uno al fin acaba con las patas como ellos”. El 20 de setiembre, consigue el permiso de los médicos para presenciar una función de su circo. A la madrugada siguiente es encontrado muerto en su habitación del hospital.
Junior, ahora a cargo de todo, pide desde Brasil una reunión con Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda del Reich. Expone los orígenes de la conflictiva situación económica del circo y los proyectos de saneamiento inmediatos: urgente reducción de sus dimensiones y “reestructuración” del personal. El ministro brinda una mesurada garantía del Reich. Dos eran aparentemente los motivos: mantener altiva la imagen de una empresa alemana en el exterior e intentar obtener del hijo una lealtad mayor que la que había deparado el padre al régimen. En cada país al que arribaba, el joven director era recibido con honores. La Argentina no era la excepción: las afinidades de las dictaduras sudamericanas con el Estado germano favorecían la gira del circo, y las adhesiones que cosechaba no eran desdeñadas en su patria. Para entonces, el régimen del Reich había revertido su posición frente a Sarrasani, al que ahora veía como a un representante que otorgaba oportunos dividendos políticos.
Los cambios, en rigor, no eran perceptibles en el espectáculo. Si bien los había, pasaban casi inadvertidos para el gran público. Porque no era precisamente lo estético lo que desvelaba al nuevo director. No en vano, cuando todos lo habían desahuciado, el circo sobrevivía en ambos continentes. Ése era el sello del nuevo Sarrasani: un estilo que no relucía ante el espectador, pero que repercutía eficazmente en la administración interna de la empresa. Para 1940 el circo está formado exclusivamente por artistas de los países del Eje, y la calidad del espectáculo guarda directa proporción con los recursos: la prosperidad, a esa altura, ya era una antigua nostalgia; apenas si alcanzaba para la supervivencia cotidiana. Berlín era la nueva meta. El 9 de julio se encuentra todo dispuesto. Junior partiría esa misma mañana hacia la capital y Trude, su esposa, viajaría al otro día junto al resto del elenco. Se encontrarían allí el día anterior al estreno. Trude y Junior nunca más se volverían a ver. Hans Stosch-Sarrasani hijo falleció esa misma noche de un paro cardíaco en el hotel Excelsior de Berlín. Acababa de cumplir cuarenta y cuatro años.
Cuando se hizo cargo del circo, en 1941, Trude tenía apenas veintiocho años. Como una impensada geometría del destino, la directora más joven en la historia circense tenía a su cargo el más prestigioso de los circos. El Sarrasani tenía ahora un nuevo rostro: si el ciclo de Senior se caracterizó por su exuberancia creativa y el de Junior por su pragmatismo, el de Trude parecía apuntar decididamente a la faceta social. La nueva directora se concentraba, ante todo y dadas las circunstancias, en mantener a su troupe exenta de los rigores bélicos. Se dice que existió demasiada ingenuidad en la relación de Trude con el Reich. Hay una anécdota, quizá menor, que pinta de un modo elocuente su inocencia: un muchacho había pasado toda la mañana decorando la superficie de aserrín de la pista con una estrella amarilla que se insertaba perfectamente en el círculo. A la tarde llega, como lo hacía periódicamente, un inspector de la Gestapo y se queda parado mirándola, enfurecido. “Es linda, ¿verdad?”, comenta Trude, quien se había acercado a recibirlo. El inspector estalla de ira y la conmina a destruirla de inmediato. Recién en ese instante se percata Trude de que el dibujo representaba una estrella de David.
En 1944, se estrena en el Sarrasani el “primer musical circense del mundo”. La Cámara Imperial del Teatro le tributa rimbombantes alabanzas. En noviembre, uno de los artistas estrella del circo, mano derecha y compañero sentimental de Trude, el húngaro Gabor Némedy, es puesto en prisión por la Gestapo, acusado de “conductas antialemanas”. Trude corre la misma suerte, pero es liberada pocas semanas después. Al año siguiente, Dresde es destruida por el bombardeo aliado. Némedy escapa de prisión y la pareja huye al sur de Alemania. Luego de presentar el certificado de desnazificación, consigue algunos contratos en pequeños circos. Mientras Gabor ensaya nuevos números, Trude logra reunir a algunos de sus viejos artistas. En febrero de 1948, ambos se embarcan nuevamente hacia Buenos Aires. Dos meses después tiene lugar el estreno del espectáculo. Un público eufórico se pone de pie y comienza a aplaudir y vitorear aun antes del comienzo. Perón y Evita son los invitados de honor. Al finalizar la función, el presidente y su mujer se acercan al centro de la pista para saludar a la directora y luego, los tres a la vez, a todo el público presente. Evita propone a la directora adosar al legendario nombre Sarrasani una sugestiva inscripción, “Circo Nacional Argentino”, que finalmente se incorporaría en 1950.
Seis años después, cuando Trude había decidido renunciar a la dirección del circo, descubrió que una diversidad de circos Sarrasani proliferaban impunemente por el mundo. Dos o tres en Brasil, otro par en Alemania, uno en gira por toda Europa y un último, patético, por Sudamérica. Todos se arrogaban el mote de “auténtico”. Todos, por supuesto, eran falsos. Emprender la persecución o las acciones legales, en vista de la amplitud territorial, resultaba una tarea tan ardua como infructuosa. Sin embargo, había un usurpador que le preocupaba puntualmente: el que operaba desde la ciudad de Manheim. Se trataba nada menos que de Fritz Mey –un ex jefe de mantenimiento del Sarrasani que, junto a dos ex empleados, había enviado una carta a Goebbels conspirando contra ella– y de su cuñada Hedwig. Luego de tres años de largas disputas legales, la Justicia falla en favor de Trude. Una frustración personal y el desgaste estéril terminó por desanimarla del todo y recluirla durante años en su finca de Quilino (Córdoba).
A fines de los ‘60, bajo la dirección del profesor Martín Santiago, comienza a construirse el primer circo de plástico del mundo (en realidad, estaba hecho de poliéster y fibra de vidrio). El proyecto complejo y costoso de una nueva casa para el circo Sarrasani fracasa por un error en los cálculos estructurales, cuando los artistas contratados ya están camino a Buenos Aires. Es el principio del fin. La siguiente década está marcada por la sociedad con Nino Segura, que prepara un espectáculo para la temporada veraniega en Mar del Plata, que luego se repetirá en las vacaciones de invierno en Buenos Aires y en giras por el interior del país. En 1975, luego de treinta años, Trude y Némedy planean volver a Alemania para adiestrar caballos. Némedy muere en 1981. Trude se jubila en Buenos Aires, la ciudad que le había posibilitado su renacimiento cuando la Europa de posguerra se lo negaba. En 1992, la legendaria directora regresa a Dresde luego de 47 años de exilio. Cinco años después, vuelve al lugar donde comenzó la historia, Radebeul, para asistir a la fundación de la calle Stosch-Sarrasani y anunciar el relanzamiento del circo Sarrasani en sus dos capitales históricas, Dresde y Buenos Aires. La mejor manera de devolver al circo su legendario eslogan: el más fabuloso show entre dos mundos. Cada vez más cercanos.
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