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El profesor Alba (ES): mito y leyenda

 

La revolución espiritual y social que produjo el caso de las hermanas Fox, concretamente desde el 14 de noviembre de 1849 con la actuación pública en el auditorio de Corintian Hall de Rochester y los posteriores artículos que publicó el rotativo Tribune de Nueva York sobre el novedoso movimiento filosófico-religioso llamado espiritismo, provocó que surgieran cientos de individuos que afirmaban poseer, no ya la facultad de comunicarse con el más allá, sino todo un rosario de poderes asombrosos.
La pasión y entusiasmo por lo trascendente no solamente abrió un campo desconocido para la ciencia que motivó la creación de los primeros institutos de metapsíquica y parapsicología. Generó toda una industria entorno a los seguidores del moderm espirtualist, con espectáculos itinerantes, representaciones teatrales y music-hall. Charles Eldred, Graddock, Lucia Sordi o Williams Millar fueron algunos de los “productores de prodigios” que acapararon toda la atención de la sociedad. Convivían con genuinos médiums. Su fama y popularidad no tuvo límites. Gente de todos los rangos y clases sociales deseaban contemplar a estos hacedores de lo imposible.
Fue un tiempo de fascinación en el que se llegaron a editar y distribuir todo tipo de libros y tratados dedicados a la simulación de los fenómenos paranormales que se desarrollaban durante las sesiones espiritistas. Trucos para Espectros fue uno de los primigenios catálogos publicados por Ralph Silvestre Company, una empresa norteamericana ubicada en Chicago, que, a través de correo, suministró todo tipo de componentes como manos luminiscentes, pizarras mágicas, mesas parlantes o voladoras, varillas extensibles o candados espirituales, para poder desarrollar el arte de la escenografía adimensional. “Nuestros efectos –rezaba la publicidad de Ralph Silvestre Company– están siendo utilizados por casi todos los médiums importantes y en diversas atracciones repartidas por todo el mundo. Por lo tanto puede usted estar seguro de recibir un trato fraternal y honesto en todas las transacciones”. Fantasmagoría en España Nuestro país no escapó a las filosofías y creencias trascendentes, y Madrid fue la ciudad elegida para presentar uno de los primeros espectáculos. En 1820, de la mano de Etnie Gaspard Robertson –basada en La linterna mágica de Mozart–, se estrenó una representación en la que los asistentes contemplaban lo imposible. El mundo de los muertos se hacía realidad ante los españoles.
Luces apagadas, repetitivos fogonazos luminosos sobre grandes telares negros, pequeñas explosiones lumínicas, sonidos de gritos y estruendos en diferentes puntos de los anfiteatros, y la aparición de fantasmas a través de trucos ópticos y lumínicos generaban el estremecimiento del asistente en la butaca, desmayos entre las damas más sugestionables y veneración entre los más crédulos.
Las enseñanzas del espiritismo calaron con fuerza en nuestra sociedad. No en vano, a principios del siglo XX se organizó por primera vez una institución dedicada a estudiar las capacidades de la mente. Era el Instituto de Metapsíquica de Madrid, dirigido por Joaquín María Argamasilla, el único individuo capaz de superar los estrictos métodos científicos de intelectuales y aristócratas de la época. Fue en suma el primer sensitivo español. El marqués de Santa Clara llegó a describir las virtudes extrasensoriales que parecía tener en su obra Un tanteo en el misterio. Ensayo experimental sobre la lucidez –Ed. Aguilar–. Fue sometido a numerosos exámenes. Muchas de estas investigaciones las realizaron reputados nombres de ciencia como el Dr. Torremocha Téllez, Catedrático de Fisiología de la Universidad de Valladolid, el cual, en su discurso de apertura del curso académico detalló sus conclusiones sobre Argamasilla. Pero fue el profesor Alba y sus experimentos “científicos” los que cautivaron a la sociedad española de primeros del pasado siglo XX.
Manuel Alba Rojas trabajaba para las bodegas Garvey. La saga familiar siempre había tenido empleo dentro de la empresa andaluza. Nació en la ciudad de Jerez de la Frontera el 1894, en el seno de una familia humilde de afamada tradición bodegera. Pero su espíritu inquieto hizo que su destino fuera otro. Manolito, un joven de talante curioso y personalidad extrovertida, mostraba unas habilidades muy especiales. Era muy observador y detentaba gran capacidad de memoria.
Todos los que le conocieron aseguraron que poseía un don. Y quizá esa sea la clave para entender y comprender que casi transcurrido un siglo sean muchos los que opinan que era un auténtico dotado. Tenía un magnetismo especial con el que dejaba absortos a sus más allegados. Y decidió dar un drástico giro a su vida, lanzándose a la aventura en el mundo del circo y la farándula. Optó por unirse a un grupo de titiriteros, hombres y mujeres curtidos en pequeños y grandes escenarios que recorrían el país haciendo olvidar las penurias de una sociedad que intentaba sobrevivir día a día. Alba Rojas decidió luchar por su sueño y se embarcó en una travesía apasionante. Deambuló por humildes circos, casinos y teatros ayudando a los artistas de los carteles. No cobraba nada pero trabajaba en todas las tareas a cambio de un plato de comida y una lugar en el que poder dormir. Su día a día entre trapecios, cajas mágicas, lanzadores de cuchillos, magos, domadores, equilibristas y prestidigitadores le fue dando una sabiduría teatral sin precedentes. Comenzó siendo un hombre-anuncio. Recorría las calles de las ciudades para publicitar el espectáculo que acababa de llegar. Pero poco a poco fue haciéndose un hueco entre los titiriteros. Estudió el manejo de los tiempos durante la actuación, así como templar el entusiasmo de la gente; sin protagonismo alguno. El profesor Alba y sus “experimentos científicos” El peregrinar teatral cambió sus designios con catorce años de edad. En 1910 y durante un viaje a Sevilla, conoció a un hipnotizador llamado Onofrov, seguido por ilustres, aristócratas o artistas como Salvador Dalí. Durante los siguientes cinco años trabajaron juntos. El maestro fue enseñando a su alumno las técnicas del poder mental, la hipnosis, la sugestión, el contacto con otra realidad. Durante más de diez años compartieron escenario y tras este tiempo decidió emprender su carrera en solitario.
Bajo el nombre artístico de “Profesor Alba” comenzó a exponer al público todo tipo de virtudes inexplicables: experiencias de hipnotismo, transmisión de ideas y otras facultades extraordinarias eran puestas en escena en espectáculos de segunda fila organizados durante los descansos de los cines en los que, como recordarán los lectores que ya peinen canas, había que cambiar las bobinas y se daba entretenimiento al público de la sala. Se mostraba como un psíquico capaz de superar cualquier prueba.
El salto a la popularidad tuvo lugar en Sevilla, el día que conoció a Lola Fernández Jiménez, conocida como “Lolita”, quien acabaría siendo su esposa y compañera de espectáculos. Mientras Houdini entraba en una especie de trance –en el que controlaba su respiración hasta límites insospechados– para permanecer una hora bajo el agua, Rahman Bey –apodado el “hombre egipcio de los milagros”– se enterraba en contenedores sellados, bajo tierra, o se tumbaba en camas de clavos y realizaba toda clase de prodigios de faquirismo, el profesor Alba estremecía a la par que asombraba con las peculiaridades mentales que desarrollaba ante los espectadores que acudían en masa a sus actuaciones.
Era capaz de adivinar el pensamiento así como el lugar en el que se habían escondido objetos en cualquier punto del teatro; movía pequeños artilugios con la fuerza de la mente y causaba desasosiego cuando se adentraba en el mundo del más allá. Espectros y figuras fantasmales llegaron a estremecer cuando en el escenario –seguramente de la misma forma que ya lo hacía el químico John Henry Pepper, desde 1885– por medio de actores o maniquíes debajo de las tablas, proyectados gracias a un sistema de juego de espejos y siempre en semipenumbra, se aparecían, sembrando el pánico cuando mostraban actitudes agresivas o provocativas. “El hipnotizador”, como era popularmente conocido, no era un mago, echador de cartas o prestímano. La prensa en aquellas añejas crónicas lo etiquetaba de “sugestionador del mundo” y sus “experimentos científicos” recalaron en todos los rincones del país. En la capital del Turia, hasta seis medios de comunicación, como el Mercantil Valenciano, Las Provincias, El Pueblo, La Voz Valenciana o El Diario de Valencia, llegaron a dedicarle sus portadas.
Aquel hombre, enfundado en chaqué y pajarita, de mirada penetrante bajo su ósculo en el ojo derecho, aire bohemio, despreocupado, había sembrado de inquietud las capitales españolas. Era reclamado en todas las ciudades. Su leyenda parecía no tener fin: Madrid, Valencia, Barcelona, Zaragoza, Sevilla, etc. Recorrió y actuó en todas las grandes poblaciones y pequeños pueblos de la geografía peninsular mostrando sus cualidades quiméricas a la gente. La fama se extendía sin cesar más si cabe cuando durante una actuación en Castellón logró tirar por tierra los planes de “dos reventadores” que “fueron dominados por el artista”.
Sus habilidades llegaron hasta el Marruecos español. Los prodigios que aquel misterioso individuo era capaz de realizar llegaron a oídos del Jalifa –rey Mohamed V– quién reclamó sus servicios para comprobar si verdaderamente se trataba de un ser “especial” en el Teatro Nacional y el Alto Comisionado Español. “Gran Visir, ministros, notables musulmanes, todos los Bajáes y Caídes del Protectorado, otras autoridades españolas y otras distinguidas personalidades, resultando la función, con la actuación del profesor Alba y su compañía, en extremo brillante”, reflejó la crónica del Faro de Ceuta. Era tal su protagonismo que llegó a convertirse en uno de los primeros tertulianos de la radio. Durante los años veinte del pasado siglo XX su voz cautivadora fue una de las estrellas de la EAJ-5 Radio Valencia. La saga Alba El profesor Alba decidió terminar su carrera en los escenarios en 1944. Estaba cansado. Sabía o parecía conocer que sus facultades habían terminado. Tenía cincuenta años el día que bajó por última vez el telón del escenario. “A última hora perdió la cabeza –relató Consuelo, una de sus hijas, al periodista Rafael Brines– y es que la utilizó en exceso. Empleó la mente a fondo sin descanso; y con la capacidad que tenía, pienso que le agotó”.
Manolito Albas Rojas supo en qué momento su carrera artística debía terminar. Pero no así su leyenda. Sus hijos, que habían nacido en el difícil mundo de la farándula, continuaron en el artisteo. Uno de sus herederos, Manuel Alba Fernández, más conocido en los carteles como “Manolo Alba”, creó un nuevo espectáculo ilusionista. Teatros como Apolo, Principal o Ruzafa colgaron los carteles de “no hay billetes”. España ya se quedaba pequeña y decidieron dar el salto a tierras americanas. Los Ángeles, Nueva York o México fueron tan sólo algunas de las urbes donde los trucos del prestidigitador Alba dejaron boquiabiertos a los espectadores. Levitaba entre los bártulos del escenario, recordaba números compuestos por veinte cifras y lo más espectacular: conducía todo tipo de automóviles con los ojos tapados. La dinastía se perpetuó cuando el genio Alba falleció a la edad de cincuenta y seis años en 1950. Y es que como dejara escrito Ángel Zapata: “Venció en la vida del teatro. Le venció el teatro de la vida”.

La revolución espiritual y social que produjo el caso de las hermanas Fox, concretamente desde el 14 de noviembre de 1849 con la actuación pública en el auditorio de Corintian Hall de Rochester y los posteriores artículos que publicó el rotativo Tribune de Nueva York sobre el novedoso movimiento filosófico-religioso llamado espiritismo, provocó que surgieran cientos de individuos que afirmaban poseer, no ya la facultad de comunicarse con el más allá, sino todo un rosario de poderes asombrosos.
La pasión y entusiasmo por lo trascendente no solamente abrió un campo desconocido para la ciencia que motivó la creación de los primeros institutos de metapsíquica y parapsicología. Generó toda una industria entorno a los seguidores del moderm espirtualist, con espectáculos itinerantes, representaciones teatrales y music-hall. Charles Eldred, Graddock, Lucia Sordi o Williams Millar fueron algunos de los “productores de prodigios” que acapararon toda la atención de la sociedad. Convivían con genuinos médiums. Su fama y popularidad no tuvo límites. Gente de todos los rangos y clases sociales deseaban contemplar a estos hacedores de lo imposible.

Fue un tiempo de fascinación en el que se llegaron a editar y distribuir todo tipo de libros y tratados dedicados a la simulación de los fenómenos paranormales que se desarrollaban durante las sesiones espiritistas. Trucos para Espectros fue uno de los primigenios catálogos publicados por Ralph Silvestre Company, una empresa norteamericana ubicada en Chicago, que, a través de correo, suministró todo tipo de componentes como manos luminiscentes, pizarras mágicas, mesas parlantes o voladoras, varillas extensibles o candados espirituales, para poder desarrollar el arte de la escenografía adimensional. “Nuestros efectos –rezaba la publicidad de Ralph Silvestre Company– están siendo utilizados por casi todos los médiums importantes y en diversas atracciones repartidas por todo el mundo. Por lo tanto puede usted estar seguro de recibir un trato fraternal y honesto en todas las transacciones”. Fantasmagoría en España Nuestro país no escapó a las filosofías y creencias trascendentes, y Madrid fue la ciudad elegida para presentar uno de los primeros espectáculos. En 1820, de la mano de Etnie Gaspard Robertson –basada en La linterna mágica de Mozart–, se estrenó una representación en la que los asistentes contemplaban lo imposible. El mundo de los muertos se hacía realidad ante los españoles.

Luces apagadas, repetitivos fogonazos luminosos sobre grandes telares negros, pequeñas explosiones lumínicas, sonidos de gritos y estruendos en diferentes puntos de los anfiteatros, y la aparición de fantasmas a través de trucos ópticos y lumínicos generaban el estremecimiento del asistente en la butaca, desmayos entre las damas más sugestionables y veneración entre los más crédulos.

Las enseñanzas del espiritismo calaron con fuerza en nuestra sociedad. No en vano, a principios del siglo XX se organizó por primera vez una institución dedicada a estudiar las capacidades de la mente. Era el Instituto de Metapsíquica de Madrid, dirigido por Joaquín María Argamasilla, el único individuo capaz de superar los estrictos métodos científicos de intelectuales y aristócratas de la época. Fue en suma el primer sensitivo español. El marqués de Santa Clara llegó a describir las virtudes extrasensoriales que parecía tener en su obra Un tanteo en el misterio. Ensayo experimental sobre la lucidez –Ed. Aguilar–. Fue sometido a numerosos exámenes. Muchas de estas investigaciones las realizaron reputados nombres de ciencia como el Dr. Torremocha Téllez, Catedrático de Fisiología de la Universidad de Valladolid, el cual, en su discurso de apertura del curso académico detalló sus conclusiones sobre Argamasilla. Pero fue el profesor Alba y sus experimentos “científicos” los que cautivaron a la sociedad española de primeros del pasado siglo XX.

Manuel Alba Rojas trabajaba para las bodegas Garvey. La saga familiar siempre había tenido empleo dentro de la empresa andaluza. Nació en la ciudad de Jerez de la Frontera el 1894, en el seno de una familia humilde de afamada tradición bodegera. Pero su espíritu inquieto hizo que su destino fuera otro. Manolito, un joven de talante curioso y personalidad extrovertida, mostraba unas habilidades muy especiales. Era muy observador y detentaba gran capacidad de memoria.

Todos los que le conocieron aseguraron que poseía un don. Y quizá esa sea la clave para entender y comprender que casi transcurrido un siglo sean muchos los que opinan que era un auténtico dotado. Tenía un magnetismo especial con el que dejaba absortos a sus más allegados. Y decidió dar un drástico giro a su vida, lanzándose a la aventura en el mundo del circo y la farándula. Optó por unirse a un grupo de titiriteros, hombres y mujeres curtidos en pequeños y grandes escenarios que recorrían el país haciendo olvidar las penurias de una sociedad que intentaba sobrevivir día a día. Alba Rojas decidió luchar por su sueño y se embarcó en una travesía apasionante. Deambuló por humildes circos, casinos y teatros ayudando a los artistas de los carteles. No cobraba nada pero trabajaba en todas las tareas a cambio de un plato de comida y una lugar en el que poder dormir. Su día a día entre trapecios, cajas mágicas, lanzadores de cuchillos, magos, domadores, equilibristas y prestidigitadores le fue dando una sabiduría teatral sin precedentes. Comenzó siendo un hombre-anuncio. Recorría las calles de las ciudades para publicitar el espectáculo que acababa de llegar. Pero poco a poco fue haciéndose un hueco entre los titiriteros. Estudió el manejo de los tiempos durante la actuación, así como templar el entusiasmo de la gente; sin protagonismo alguno. El profesor Alba y sus “experimentos científicos” El peregrinar teatral cambió sus designios con catorce años de edad. En 1910 y durante un viaje a Sevilla, conoció a un hipnotizador llamado Onofrov, seguido por ilustres, aristócratas o artistas como Salvador Dalí. Durante los siguientes cinco años trabajaron juntos. El maestro fue enseñando a su alumno las técnicas del poder mental, la hipnosis, la sugestión, el contacto con otra realidad. Durante más de diez años compartieron escenario y tras este tiempo decidió emprender su carrera en solitario.

Bajo el nombre artístico de “Profesor Alba” comenzó a exponer al público todo tipo de virtudes inexplicables: experiencias de hipnotismo, transmisión de ideas y otras facultades extraordinarias eran puestas en escena en espectáculos de segunda fila organizados durante los descansos de los cines en los que, como recordarán los lectores que ya peinen canas, había que cambiar las bobinas y se daba entretenimiento al público de la sala. Se mostraba como un psíquico capaz de superar cualquier prueba.

El salto a la popularidad tuvo lugar en Sevilla, el día que conoció a Lola Fernández Jiménez, conocida como “Lolita”, quien acabaría siendo su esposa y compañera de espectáculos. Mientras Houdini entraba en una especie de trance –en el que controlaba su respiración hasta límites insospechados– para permanecer una hora bajo el agua, Rahman Bey –apodado el “hombre egipcio de los milagros”– se enterraba en contenedores sellados, bajo tierra, o se tumbaba en camas de clavos y realizaba toda clase de prodigios de faquirismo, el profesor Alba estremecía a la par que asombraba con las peculiaridades mentales que desarrollaba ante los espectadores que acudían en masa a sus actuaciones.

Era capaz de adivinar el pensamiento así como el lugar en el que se habían escondido objetos en cualquier punto del teatro; movía pequeños artilugios con la fuerza de la mente y causaba desasosiego cuando se adentraba en el mundo del más allá. Espectros y figuras fantasmales llegaron a estremecer cuando en el escenario –seguramente de la misma forma que ya lo hacía el químico John Henry Pepper, desde 1885– por medio de actores o maniquíes debajo de las tablas, proyectados gracias a un sistema de juego de espejos y siempre en semipenumbra, se aparecían, sembrando el pánico cuando mostraban actitudes agresivas o provocativas. “El hipnotizador”, como era popularmente conocido, no era un mago, echador de cartas o prestímano. La prensa en aquellas añejas crónicas lo etiquetaba de “sugestionador del mundo” y sus “experimentos científicos” recalaron en todos los rincones del país. En la capital del Turia, hasta seis medios de comunicación, como el Mercantil Valenciano, Las Provincias, El Pueblo, La Voz Valenciana o El Diario de Valencia, llegaron a dedicarle sus portadas.

Aquel hombre, enfundado en chaqué y pajarita, de mirada penetrante bajo su ósculo en el ojo derecho, aire bohemio, despreocupado, había sembrado de inquietud las capitales españolas. Era reclamado en todas las ciudades. Su leyenda parecía no tener fin: Madrid, Valencia, Barcelona, Zaragoza, Sevilla, etc. Recorrió y actuó en todas las grandes poblaciones y pequeños pueblos de la geografía peninsular mostrando sus cualidades quiméricas a la gente. La fama se extendía sin cesar más si cabe cuando durante una actuación en Castellón logró tirar por tierra los planes de “dos reventadores” que “fueron dominados por el artista”.

Sus habilidades llegaron hasta el Marruecos español. Los prodigios que aquel misterioso individuo era capaz de realizar llegaron a oídos del Jalifa –rey Mohamed V– quién reclamó sus servicios para comprobar si verdaderamente se trataba de un ser “especial” en el Teatro Nacional y el Alto Comisionado Español. “Gran Visir, ministros, notables musulmanes, todos los Bajáes y Caídes del Protectorado, otras autoridades españolas y otras distinguidas personalidades, resultando la función, con la actuación del profesor Alba y su compañía, en extremo brillante”, reflejó la crónica del Faro de Ceuta. Era tal su protagonismo que llegó a convertirse en uno de los primeros tertulianos de la radio. Durante los años veinte del pasado siglo XX su voz cautivadora fue una de las estrellas de la EAJ-5 Radio Valencia. La saga Alba El profesor Alba decidió terminar su carrera en los escenarios en 1944. Estaba cansado. Sabía o parecía conocer que sus facultades habían terminado. Tenía cincuenta años el día que bajó por última vez el telón del escenario. “A última hora perdió la cabeza –relató Consuelo, una de sus hijas, al periodista Rafael Brines– y es que la utilizó en exceso. Empleó la mente a fondo sin descanso; y con la capacidad que tenía, pienso que le agotó”.

Manolito Albas Rojas supo en qué momento su carrera artística debía terminar. Pero no así su leyenda. Sus hijos, que habían nacido en el difícil mundo de la farándula, continuaron en el artisteo. Uno de sus herederos, Manuel Alba Fernández, más conocido en los carteles como “Manolo Alba”, creó un nuevo espectáculo ilusionista. Teatros como Apolo, Principal o Ruzafa colgaron los carteles de “no hay billetes”. España ya se quedaba pequeña y decidieron dar el salto a tierras americanas. Los Ángeles, Nueva York o México fueron tan sólo algunas de las urbes donde los trucos del prestidigitador Alba dejaron boquiabiertos a los espectadores. Levitaba entre los bártulos del escenario, recordaba números compuestos por veinte cifras y lo más espectacular: conducía todo tipo de automóviles con los ojos tapados. La dinastía se perpetuó cuando el genio Alba falleció a la edad de cincuenta y seis años en 1950. Y es que como dejara escrito Ángel Zapata: “Venció en la vida del teatro. Le venció el teatro de la vida”.

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Fuente: http://www.xn--revistaaocero-pkb.com/secciones/historia-ignorada/profesor-alba-leyenda-del-creador-ilusiones

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